
La economía, en su esencia más pura, se define como la ciencia que estudia la escasez. Desde los tiempos de Lionel Robbins, quien la describió como la disciplina que analiza cómo los seres humanos gestionamos recursos limitados frente a deseos infinitos, esta idea ha sido el pilar de la teoría económica. Nos enseña a racionar, a priorizar y a tomar decisiones en un mundo donde nunca hay suficiente para todos. Sin embargo, frente a esta visión de restricciones, la ingeniería y su hija predilecta, la tecnología, emergen con una propuesta radicalmente opuesta: crear abundancia, es decir, dar más con menos.¡Únete al club ahora! Suscríbete al boletín más importante de Venezuela
La economía nos confronta con la realidad de lo finito. Piensa en el agua, el petróleo o incluso el tiempo: son recursos que no podemos multiplicar a voluntad. Los economistas diseñan modelos para distribuirlos eficientemente, ya sea a través de mercados, políticas públicas o incentivos. Pero su enfoque parte de una premisa inamovible: el pastel es limitado, y la tarea es cortarlo bien. Por ejemplo, ante una sequía, el economista calculará cómo asignar el agua disponible entre agricultores, industrias y hogares, aceptando que alguien inevitablemente recibirá menos. Es un arte de la resignación disfrazado de precisión matemática.
La ingeniería, en cambio, no se conforma con aceptar los límites; los desafía. Donde la economía ve escasez, la tecnología busca abundancia. Siguiendo el principio de “hacer más con menos”, los ingenieros han transformado el mundo a través de innovaciones que rompen las barreras de lo posible. Pensemos en la revolución agrícola: la invención de fertilizantes y maquinaria no solo aumentó la producción de alimentos, sino que redefinió lo que entendemos por “suficiente”. O consideremos la revolución digital: el internet y los dispositivos móviles han democratizado el acceso a la información, un recurso que antes era exclusivo de élites con bibliotecas o imprentas. La tecnología no reparte el pastel; lo hace más grande.
Este contraste no implica que una disciplina sea superior a la otra, sino que ambas se complementan en un diálogo constante. La economía nos recuerda que los recursos no son infinitos y que las decisiones tienen costos. Sin esa perspectiva, la ingeniería podría caer en el exceso o la ingenuidad, creando soluciones sin considerar su sostenibilidad. Por otro lado, sin la audacia tecnológica, la economía se estancaría en un fatalismo estéril, resignada a un mundo de carencias perpetuas.
Un ejemplo claro está en las energías renovables: los economistas advierten sobre los costos de transición desde los combustibles fósiles, mientras los ingenieros desarrollan paneles solares más eficientes que hacen esa transición viable.
En última instancia, el futuro depende de cómo estas dos fuerzas encuentran nuevos equilibrios. La economía nos obliga a ser realistas; la ingeniería nos permite ser soñadores. Juntas, pueden transformar la escasez en una abundancia sostenible, no como una utopía inalcanzable, sino como un proyecto humano concreto.
Dar más con menos no es solo un lema tecnológico: es la promesa de un mundo donde los límites no sean una condena, sino un reto.
El caso de Venezuela: el realismo mágico del socialismo del siglo XXI
Sin embargo, hay contextos donde este equilibrio se rompe, y ni la economía ni la ingeniería logran cumplir sus promesas. Venezuela, bajo el “socialismo del siglo XXI”, es un ejemplo devastador.
Con las mayores reservas de petróleo del mundo, el país tenía el potencial para combinar una gestión económica sensata con avances tecnológicos que generaran abundancia. En cambio, el modelo liderado por Hugo Chávez y Nicolás Maduro apabulló los preceptos más elementales de la economía con una mezcla de controles rígidos y una fe ciega en un realismo mágico, como si fueran alquimistas modernos al estilo de Melquíades, el personaje de Cien años de soledadde Gabriel García Márquez.
Pensaron que podían transmutar la realidad con controles de precios, del dinero, las divisas, los préstamos y la producción, desafiando las leyes básicas de oferta y demanda. El resultado no fue oro, sino una economía en ruinas: hiperinflación, desabastecimiento y colapso de servicios básicos.
Este desprecio por la economía tuvo su contraparte en el abandono de la tecnología y las condiciones meritocráticas necesarias para su desarrollo. Lejos de fomentar la innovación que pudiera diversificar la dependencia del petróleo, el socialismo del siglo XXI asfixió a la ingeniería con burocracia, expropiaciones y una aversión al mérito.

La infraestructura se deterioró, las empresas tecnológicas huyeron y la producción agrícola e industrial, que pudo haber creado abundancia, se desplomó y la pobreza creció. Chávez y Maduro no sólo fracasaron en repartir el pastel, sino que lo dejaron reducirse hasta casi desaparecer, atrapados en una fantasía donde las leyes económicas y el potencial tecnológico eran meras ficciones que podían reescribirse con discursos y decretos.
Venezuela es una advertencia de un triste y lamentable caso: cuando se desdeñan tanto la prudencia de la economía como la audacia de la tecnología, la escasez no solo persiste, sino que se convierte en tragedia.
X: @morandavid