Antonio de la Cruz: Trump endurece su pulso con Maduro

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Estados Unidos no tolerará que gobiernos o empresas extranjeras apoyen al régimen de Maduro a través del petróleo. Quienes lo hagan enfrentarán aranceles y sanciones.”  Marco Rubio

Cuando el presidente Donald J. Trump firmó la Orden Ejecutiva que impone un arancel de 25% a todas las importaciones de petróleo venezolano —incluso si llegan a través de terceros países— muchos lo interpretaron como otro gesto característico de un líder que prefiere el martillo al bisturí. Sin embargo, al coincidir con la reciente decisión del Departamento del Tesoro —a través de la Licencia General 41B— de extender, bajo condiciones estrictas, las operaciones y exportaciones de crudo venezolano hasta el 27 de mayo, el mensaje de Washington adquiere una dimensión más compleja. No se trata únicamente de sancionar a Nicolás Maduro, sino de cercarlo.

Esta estrategia dual —parte sanción, parte cálculo— revela una apuesta de alto riesgo. Por un lado, la administración Trump mantiene una línea dura de aranceles destinada a asfixiar al régimen. Por el otro, permite que una de sus principales petroleras conserve una presencia controlada en la infraestructura energética venezolana. ¿Incoherencia? Tal vez. Pero las consecuencias están calculadas. Se trata de una estrategia.

La nueva Licencia General 41B autoriza a Chevron a extraer y exportar petróleo venezolano, pero bajo condiciones muy claras: no puede pagar impuestos, regalías ni dividendos a Pdvsa; no puede expandirse a nuevos yacimientos; y no puede asociarse con empresas vinculadas a Rusia. Toda la producción debe venderse exclusivamente en Estados Unidos. Es, en efecto, una operación contenida: lo justo para asegurar presencia y suministro limitado, pero insuficiente para apuntalar al régimen.

Al mismo tiempo, los nuevos aranceles lanzan un mensaje contundente a los clientes internacionales de Venezuela —desde China y la India hasta España y Brasil—: comprar crudo venezolano tiene un precio, tanto financiero como diplomático. Es una política de sanciones secundarias, diseñada para obligar a gobiernos y empresas a elegir entre el petróleo de Caracas y el acceso al sistema financiero estadounidense.

Pero mientras Washington aprieta, Maduro resiste. Pese a que el dirigente opositor Edmundo González Urrutia ganó las elecciones presidenciales de julio de 2024, el jefe del oficialismo se niega a reconocer los resultados y mantiene el control gracias al apoyo de la cúpula militar, Fedecámaras, las transnacionales petroleras de Occidente y sus alianzas con países como Rusia, China, Cuba e Irán.

Aquí radica la paradoja: cuanto más se cerca a Maduro, más evidente es su alianza con  actores internacionales que no comparten los valores democráticos ni el orden liberal internacional. Una realidad que ha costado 25 años de “robolución” y el secuestro de un país.

Frente a este escenario, el secretario de Estado, Marco Rubio, ha trazado una línea roja. En un mensaje inequívoco, advirtió que ningún país ni empresa extranjera podrá colaborar con el sector petrolero venezolano sin afrontar represalias. No se trata de amenazas simbólicas: las medidas incluyen aranceles, congelación de activos e incluso la expulsión del sistema financiero de Estados Unidos.

Rubio ha convertido una cuestión económica en una decisión política de primer orden. Hacer negocios con la estatal petrolera Pdvsa ya no es una transacción comercial, sino una posición geopolítica. La advertencia alcanza no solo a los aliados tradicionales de Maduro, sino también a socios ambivalentes en Europa, Asia y América Latina, que ahora deberán sopesar los riesgos de mantener vínculos con Caracas.

Sin embargo, esta línea dura también entraña riesgos.

Pese a años de sanciones, Maduro sigue en el poder. Como otros regímenes autoritarios en Irán, Cuba o Corea del Norte, el cabello-madurismo ha sabido sortearlas. Las sanciones han producido un daño colateral en la economía, sin lograr la salida del régimen. Al contrario: le han permitido alimentar una narrativa de resistencia —cada vez menos creíble—, presentándose como víctima del “imperialismo”

La permanencia de Chevron en Venezuela genera efectos ambivalentes. Para algunos sectores, simboliza una oportunidad mínima pero estratégica: un canal para que Washington mantenga presencia y eventualmente incida en un proceso de reconstrucción nacional. Para otros, es una señal disonante dentro del esquema de presión: mientras se condena al régimen, se le permite seguir obteniendo ingresos legales a través de la venta de petróleo, lo que en la práctica alivia su aislamiento económico.

Entonces, la pregunta de fondo es si el petróleo puede ser, al mismo tiempo, un instrumento de presión y una palanca de transición.

La administración Trump parece creer que sí. Su enfoque no apuesta por una apertura total ni por una ruptura definitiva, sino por una contención calibrada. Chevron se queda por ocho semanas más, pero con vigilancia. Las sanciones continúan, pero con margen para la diplomacia. Es una forma de ganar tiempo: para que las fuerzas democráticas se reorganicen, para que Maduro cometa errores, para que la presión interna se desplace.

Pero el tiempo, en política, es volátil. Mientras Maduro busca consolidar su poder, los venezolanos siguen atrapados en un limbo insoportable. La economía se sostiene con remesas y actividades informales. La inflación ha pulverizado el salario. La migración no se detiene. La cifra de presos políticos aumenta. A esto hay que sumar las redes criminales como el Tren de Aragua —ya designado como organización terrorista por el gobierno de Trump— que han extendido su alcance por todo el continente, afectando incluso la seguridad interior de Estados Unidos.

Este es el costo humano de una transición bloqueada: un Estado en descomposición que produce desorden en lugar de gobernabilidad. Ante la ausencia de instituciones operativas y legítimas, el régimen recurre cada vez más a la represión como único mecanismo para mantenerse en el poder.

Los críticos de la estrategia estadounidense advierten que Washington está sobreactuando, convirtiendo la crisis venezolana en una especie de pulso geopolítico. Varios aliados europeos y latinoamericanos desconfían de una confrontación que perciben centrada en los intereses estadounidenses. Prefieren una salida negociada antes que un enfrentamiento de suma cero.

Pero la inacción tampoco es neutral. Silenciarse ante los abusos legitima a los tiranos. Si la comunidad internacional no actúa —con firmeza y coordinación—, corre el riesgo de normalizar un modelo en el que se puede reprimir, saquear y vender petróleo sin consecuencias.

En última instancia, el dilema no es si Chevron debe quedarse o si los aranceles funcionarán. El verdadero dilema es si la administración Trump puede sostener una política exterior coherente, capaz de equilibrar principios y pragmatismo. Si puede adaptarse sin claudicar. Si puede acompañar a los venezolanos no solo con palabras, sino con acciones sostenidas.

Maduro ha demostrado ser un superviviente. Pero también lo ha demostrado el pueblo venezolano, que votó por el cambio, salió a las calles y aún conserva la esperanza. El camino es incierto, sí. Pero en esa resiliencia colectiva se encuentra la señal más clara de todas: que Venezuela es mucho más que su régimen. Y que cualquier solución real debe empezar por escuchar —y responder— a la soberanía popular manifestada el 28 de julio.

@antdelacruz_

Director Ejecutivo de Inter América Trends