Edward Rodríguez: Las órdenes y contraórdenes; el caos que hace insostenible a Maduro

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El 9 de enero de 2025, un día que podría parecerse a cualquier otro en el calendario de un país sumido en la incertidumbre, se convirtió en un hito en la historia reciente de Venezuela. La detención de María Corina Machado por parte de la Policía Nacional Bolivariana (PNB), bajo la dirección del controversial Diosdado Cabello, no sólo desató una ola de reacciones entre sus seguidores, sino que puso al descubierto las fracturas internas de un régimen que, a primera vista, parece monolítico. Sin embargo, como bien sabemos, la realidad política en Venezuela es un laberinto de intereses y ambiciones que, en ocasiones, se manifiestan a través de decisiones contradictorias y acciones desesperadas.

La orden de arresto contra Machado, la  figura más emblemática de la oposición hoy, reveló no sólo la intención del régimen de silenciar voces disidentes, sino también la falta de coordinación entre sus propios líderes. Nicolás Maduro, consciente de los riesgos que implicaba elevar el perfil de la fecha con la detención de Machado, decidió dar marcha atrás. La liberación inmediata de la opositora, tras una llamada que desautorizó a Cabello, es un claro indicio de que las tensiones dentro del régimen no son mera especulación; son una realidad palpable que podría tener consecuencias devastadoras para su estabilidad.

En este contexto, la figura de Diosdado Cabello emerge como un enigma. ¿Actuó por instinto, buscando reafirmar su poder dentro del aparato estatal? ¿O fue un intento fallido de socavar a Maduro y posicionarse como el verdadero líder? La ambición política es un juego peligroso, y Cabello parece haber subestimado las repercusiones de su acción. Al final del día, su intento de arrestar a Machado fue un tiro en el pie que le dejó expuesto ante sus propios colegas y ante el mundo.

El 10 de enero, durante la juramentación de Maduro para un tercer mandato —sin actas electorales que lo validen—, se evidenció aún más el desmoronamiento del régimen. La decisión de cambiar el lugar del acto y limitar la presencia de diputados a algunos oficialistas y los rostros más obsecuentes de los llamados alacranes refleja una paranoia creciente y una necesidad desesperada de controlar la narrativa. La imagen del dictador rodeado sólo por aliados estratégicos como Díaz-Canel y Ortega, expresión de los restos de la barbarie comunista en América Latina, no es más que un eco de su extendido aislamiento internacional.

La resistencia de algunos medios de comunicación a ser sometidos a la censura también es digna de mención. Su decisión de abandonar el Salón Bolívar del Palacio de Miraflores es un acto simbólico que representa la lucha por la verdad en un país donde esta se ha convertido en una mercancía escasa. En medio de un régimen que busca controlar cada aspecto de la vida pública, estos periodistas se convierten en faros de esperanza, recordando al mundo que aún hay quienes se atreven a desafiar el silencio impuesto.

La narrativa del 9 y 10 de enero no es sólo una crónica política; es un reflejo del estado emocional y psicológico de una nación atrapada entre el miedo, roto el 9 de enero, y la resistencia. Cada orden y contraorden es un recordatorio de que el poder, en su forma más cruda, es efímero. La lucha por el control dentro del chavismo no sólo amenaza su propia supervivencia, sino que también deja a millones de venezolanos en un limbo existencial.

Lo que ocurrió en esos días críticos no es simplemente un episodio más en el interminable drama político venezolano; es, más bien, una revelación. Una revelación de cómo las ambiciones individuales, esas que a menudo se disfrazan de ideales colectivos, pueden estrellarse contra la dura realidad de un país desgastado por el tiempo y la opresión. Cada decisión, cada movimiento, no son meras acciones en un tablero de ajedrez; son ecos que resuenan más allá de las paredes del poder, reverberando en las vidas de millones que, a pesar de su silencio, sienten el peso de cada elección.

En medio de este escenario, las sombras del autoritarismo no solo acechan; se convierten en protagonistas de una historia que se repite una y otra vez. La luz de la resistencia, aunque tenue, sigue brillando con la fuerza de aquellos que se niegan a rendirse. Es una luz frágil, sí, pero también obstinada, que desafía la oscuridad que la rodea.

Y así, como bien dijo alguien alguna vez —quizás en un momento de lucidez o desesperación—: “La historia siempre tiene dos caras”. En Venezuela, esas caras están cada vez más divididas, como si el país se hubiera partido en dos mitades irreconciliables. Y lo que es más inquietante, la cara oculta, aquella que se esconde tras los discursos grandilocuentes y las promesas vacías, parece ser más fea que la visible. En esa fealdad se encuentra la verdadera esencia del conflicto: una lucha entre lo que se muestra y lo que realmente es, entre el poder y el pueblo, entre la opresión y la esperanza.

@edwardr74