En el Catatumbo llueve pólvora,
la selva se cubre de sombras largas,
de fusiles que nacen entre los árboles
y miradas que huyen sin regreso.
Allí, donde el río muerde la tierra,
donde la frontera es solo un susurro
y el miedo duerme con la gente,
los hombres del monte se reparten el aire,
los caminos, los nombres, las tumbas.
El viento trae rumores de paz,
pero la paz es una farsa de humo,
un juego de espejos sin reflejo,
un silencio que esconde disparos lejanos.
La autoridad dice que observa,
que entiende, que dialoga, que sabe,
pero no sabe.
No siente la piel rota del campesino,
no escucha el grito en la noche cerrada,
no ve las huellas en la sangre seca.
¿Quién dicta las reglas de la guerra
cuando el Estado se han ido?
¿Quién protege los cuerpos caídos
cuando la patria cierra los ojos?
El Catatumbo sigue ardiendo,
como un incendio sin agua,
como un grito sin eco,
como una verdad sin dueño.
Y mientras tanto,
las botas del ejército se hunden en el lodo
sin saber si avanzar o retroceder,
sin saber a quién pueden tocar,
sin saber quién es el enemigo
y quién es el que finge ser amigo.
Más allá de la selva, Petro calla,
firma decretos con manos frías,
mira Haití, mira Caracas,
pero no mira los cuerpos
que flotan en los ríos de su tierra.
En el Catatumbo llueve pólvora,
y nadie recoge la tormenta.
Antonio de la Cruz / @antdelacruz_
Enero 22, 2025