Dictadores de todo el mundo, desde Filipinas hasta Nicaragua, pasando por Rusia, Siria o Irán, han aprendido por las buenas o por las malas cuál es la clave para conservar el poder: asegurarse la lealtad de las fuerzas armadas, las encargadas de defender al régimen frente a la oposición.
La situación en Venezuela se deteriora por momentos, con al menos veinte muertos y más de 1.200 detenidos en las protestas contra el presunto fraude electoral cometido por Nicolás Maduro. El Centro Carter, un observador electoral aceptado por el Gobierno venezolano, ha asegurado que las elecciones del 28 de julio “no han cumplido con los estándares de integridad electoral y no pueden ser consideradas democráticas”. Estados Unidos, la Unión Europea y casi toda Latinoamérica, incluidos países amistosos con Caracas como Colombia y Brasil, han exigido a Maduro que publique las actas electorales. Mientras, la crisis continúa.
¿Puede sobrevivir el régimen de Maduro a esta presión extrema? Perder el poder es un riesgo personal inaceptable para Maduro, según el experto alemán Marcel Dirsus, autor del libro How Tyrants Fall (‘Cómo caen los tiranos’). Por lo tanto, explica Dirsus en un interesantísimo hilo de Twitter/X, Maduro hará lo que sea para mantenerlo, incluyendo torturar y disparar a sus oponentes.
Sin embargo, dar la orden de disparar contra manifestantes desarmados es “increíblemente peligroso incluso para los líderes más entroncados en el poder. El riesgo es que cree un efecto rebote, llevando a más personas a oponerse a la dictadura. Pero el escenario realmente catastrófico desde el punto de vista del dictador es que las fuerzas de seguridad rechacen la orden y no hagan nada o se cambien de bando. Cuando eso sucede, se acabó el juego”, dice Dirsus.
Muchos otros países, incluidos China, Rusia, Irán o Rumanía, han pasado por situaciones parecidas en el pasado reciente. En algunos, sus dictadores lograron aplastar las protestas. Otros perdieron el poder y hasta la vida. Todos estos ejemplos ofrecen claves sobre lo que puede pasar ahora en Venezuela.
El dictador que acabó ejecutado por sus propios hombres
El dictador filipino Ferdinand Marcos llevaba más de veinte años en el poder cuando, en 1986, intentó perpetrar un fraude electoral masivo contra el movimiento opositor liderado por Cory Aquino. Acabó siendo derrocado tres semanas después de que la cúpula militar del país se pusiese de parte de los manifestantes. Marcos tuvo que exiliarse a Estados Unidos.
Tres años después, vientos de cambio sacudieron Europa del Este. En casi todos los regímenes comunistas, los cuerpos de seguridad, siguiendo órdenes de sus Gobiernos, permanecieron relativamente inactivos. Por el contrario, el dictador de Rumanía, Nicolae Ceaușescu, dio la orden de reprimir las protestas. Acabó siendo traicionado por sus propios militares, que le capturaron y juzgaron rápidamente en un juicio-farsa, para después ejecutarle junto a su mujer, Elena, en diciembre de 1989.
Ceaușescu intentó aguantar por la fuerza y fue depuesto. Pero pocos meses antes, el Partido Comunista Chino había optado por el mismo camino con mejores resultados. Reprimió brutalmente las protestas de estudiantes en la plaza de Tiananmen en Pekín, matando a cientos, posiblemente miles de manifestantes. El régimen chino cortaba así de raíz las demandas de cambio surgidas en el seno del propio aparato del Estado al hilo de la perestroika soviética.
La matanza de Tiananmen ofreció una importante lección a los autócratas de todo el mundo: para que una dictadura sobreviva, es crucial que al Ejército no le tiemble el pulso a la hora de disparar contra la población.
Las fuerzas de seguridad, claves en la supervivencia del dictador
El autócrata serbio Slobodan Milošević lo aprendió por las malas: perdió el poder en el año 2000 frente a un movimiento pacífico de protesta después de que las fuerzas armadas se negasen a obedecer las órdenes de reprimir las movilizaciones. Posiblemente la cúpula militar abandonó a Milošević tras negociar con los servicios de inteligencia británicos, como asegura el historiador Francisco Veiga en su libro Slobo: Una biografía no autorizada de Milosevic.
Los jóvenes opositores serbios después se convirtieron en instructores para otros activistas. Ayudaron a organizar algunas de las llamadas revoluciones de colores de la década de los 2000, como la Revolución de las Rosas en Georgia (2003), la Revolución Naranja en Ucrania (2004) y la Revolución de los Tulipanes en Kirguistán (2005). En todos esos casos la movilización logró un cambio de poder sin que los militares actuasen contra ella.
Pero la Revolución Azafrán en Myanmar (2007) sufrió un destino muy diferente después de que el Tatmadaw, el ejército birmano, masacrase sin pudor a alrededor de un centenar de manifestantes, incluyendo a decenas de pacíficos monjes budistas, y reprimiese con dureza las protestas. Algo similar sucedió con la llamada Ola Verde en Irán en 2009, que se saldó con miles de detenidos y torturados y decenas de muertos.
La violenta lección de las revueltas árabes
La siguiente gran ola antiautoritaria fueron las revueltas árabes de 2011. Las protestas comenzaron en Túnez y muy pronto se extendieron a Egipto. En ambos países, los manifestantes fueron atacados por el aparato de seguridad y sus esbirros criminales. Pero tras pocas semanas, la postura neutral de las Fuerzas Armadas acabó llevando a la caída de los dictadores de ambos países: el tunecino Zine al Abidine Ben Alí y el egipcio Hosni Mubarak.
Siria y Libia, a donde las protestas llegaron un poco después, son el caso contrario. El dictador sirio, Bashar al Asad, temeroso de acabar como Ben Alí o Mubarak, ordenó reprimir las protestas duramente. La violencia contra los manifestantes llevó a la deserción de numerosos oficiales y acabó provocando una guerra civil. Pero el régimen sobrevivió y Asad sigue en el poder. Algo similar habría sucedido en Libia: los militares, leales a Muamar al Gadafi, habrían aplastado casi con certeza la rebelión en el este del país si la OTAN no hubiera intervenido a favor de los insurgentes.
Las revueltas árabes ofrecieron una enseñanza importante para los dictadores de todo el mundo acerca de la eficacia de la fuerza bruta. El presidente turco Recep Tayyip Erdoğan demostró que había aprendido la lección durante la Revuelta de Gezi en 2013, llamada así por el parque de Estambul donde se inició una protesta antigubernamental que pronto se extendió por el país. La policía de Erdoğan mató a veintidós personas e hirió a más de 8.000. Cientos de personas fueron encarceladas y condenadas a larguísimas penas de prisión.
El propio Maduro hizo lo propio en Venezuela en 2017, cuando los cuerpos de seguridad y los llamados “colectivos”, bandas paramilitares del régimen, respondieron con fuerza ante las guarimbas, las barricadas de la oposición en Caracas. Murieron más de cien personas. Al año siguiente, el nicaragüense Daniel Ortega también actuó con brutalidad contra los manifestantes que pedían su renuncia, matando a más de 350 personas e hiriendo a otras 2.000.
En 2020 le tocó el turno al dictador de Bielorrusia, Alexander Lukashenko: trató de perpetuarse en el poder con un fraude electoral que fue contestado por la ciudadanía en las calles. Lukashenko reaccionó aplastando a la oposición, con la ayuda de fuerzas de seguridad enviadas desde Rusia. Cerró todos los medios de comunicación independientes del país, detuvo a miles de personas y torturó a cientos de ellas, empujando a cientos de miles de opositores al exilio.
Dividir para controlar: los ejemplos de Rusia e Irán
Por tanto el problema para un dictador no son las protestas sino los encargados de reprimirlas. “La amenaza para líderes como Maduro son los elementos internos del régimen”, escribe Dirsus. “No las masas en las calles, sino la gente que le sonríe en el palacio presidencial. Los individuos con poder, los generales. Si rompen con el Gobierno, [Maduro] tendrá un serio problema”.
“Los tiranos lo saben. Por eso intentan estructurar sus fuerzas de seguridad de un modo que haga más difícil planear y ejecutar golpes de Estado. Buscan desesperadamente evitar que un solo general pueda decidir su destino. A menudo, eso significa que los dictadores dividen sus fuerzas de seguridad. En lugar de tener un solo ejército para defender el país contra un ataque extranjero, se preocupan sobre todo de impedir que los militares se conviertan en una amenaza a su propio Gobierno”.
Es lo que sucede, por ejemplo, en Rusia. Vladímir Putin no solo tiene una miríada de diferentes servicios de inteligencia que se vigilan unos a otros, sino que desde 2017 cuenta con su propia guardia pretoriana, la Rosgvárdia. La insurrección del líder del Grupo Wagner, Yevgeni Prigozhin, en el verano de 2023 demostró que los enemigos del Kremlin pueden encontrarse dentro del régimen.
Esta arquitectura de los servicios de seguridad se repite en otros sistemas dictatoriales, como Irán o Cuba. Además de las fuerzas policiales y militares convencionales, el régimen iraní cuenta con otras estructuras paralelas, como las milicias basiyíes y el Cuerpo de Guardias de la Revolución Islámica, los pasdarán, que posee sus propias capacidades bélicas, además de todo un entramado empresarial que garantiza su financiación autónoma.
En Cuba, las Fuerzas Armadas son el verdadero pilar del Estado: el Ejército no solo controla el aparato de seguridad sino también el económico a través de las megaempresas estatales Gaesa y Gaviota. El hijo de Raúl Castro, Alejandro, está a cargo de los servicios de inteligencia de la isla, muy activos no solo en la vigilancia de sus conciudadanos sino también de sus propios cuerpos militares y policiales.
Venezuela: comprar la lealtad de los militares
Fueron esos mismos servicios secretos cubanos quienes asesoraron al antecesor de Maduro, Hugo Chávez, a la hora de organizar sus propios mecanismos de seguridad, invitados por el líder venezolano tras el golpe fallido en su contra en 2002. Chávez creó unidades destinadas a la defensa del régimen, como la Milicia Nacional Bolivariana o los colectivos. Además, otorgó importantes privilegios a la cúpula del Ejército para asegurarse su lealtad.
Maduro ha ahondado en esta estrategia, dando altos cargos en el Gobierno a militares retirados. Ha funcionado: las Fuerzas Armadas se mantuvieron con el régimen no solo durante los disturbios de 2017, sino incluso en el turbulento 2019, cuando el opositor Juan Guaidó fue reconocido como presidente legítimo de Venezuela por decenas de países, y pese a las apelaciones expresas del propio Guaidó para que el Ejército abandonase a Maduro.
Por ahora esta situación no parece haber cambiado. Esta semana, el ministro de Defensa y jefe de las Fuerzas Armadas venezolanas, Vladimir Padrino López, ha proclamado “la absoluta lealtad y el apoyo incondicional” del Ejército a Maduro, su “comandante en jefe, reelecto por el poder popular”. Hay señales de que las fuerzas militares y policiales se preparan para reprimir con contundencia a la oposición.
La mayoría de las autocracias que han conservado el poder en los últimos años son las que han logrado mantener de su lado a los cuerpos de seguridad durante las crisis y protestas de la oposición. La pérdida de legitimidad, las sanciones o el aislamiento internacional pueden condicionar la supervivencia de un régimen autoritario. Pero en último término, que Maduro siga al frente de Venezuela dependerá de lo que hagan quienes tienen la tarea de defenderle.
El Orden Mundial