Luego de dos largos y profusos siglos de modernidad política, grandes declaraciones sobre derechos sociales, movimientos a favor de la expansión de la diversidad, de la inclusión, entrando a gigantescas cantidades de información, luego de la transformación de casi todos los sistemas legales hacia nuevas y más profundas formas de garantismo, y luego de una andanada de discursos sin fin sobre el poder de la comunicación, la interdependencia y el bien mutuo, nos hemos encontrado con el 7 de octubre del 2023.
Este evento de la historia moderna se ha convertido en una incómoda piedra de todos los zapatos del conocimiento político y, sobre todo, del zapato de la corrección política a favor de los más débiles. Como la torta de las comedias del cine mudo, se estampa en el rostro de nosotros, los que creímos que bastaba con incluir más a los palestinos, con dar más regalos de paz, con más acuerdos de Oslo, con más prosperidad compartida, con educación, con la integración cultural y con el reconocimiento de nuestras historias mutuas.
No es difícil identificar que el 7 de octubre ha creado, fundamentalmente, dos grandes posiciones, visibles en los medios globales, ambas reactivas y equivocadas: la de aquellos que abogan por el fin de la guerra esperando que se crucen en el cielo las fuerzas divinas o del sentido común, y la de aquellos que insisten en que todo fue culpa de los malsanos judíos y que, por tanto, han recibido lo que se merecen. Los primeros esperan que el modelo de la convivencia vuelva a dar señales de reaparecer. Los segundos se han petrificado en la bastante equivocada idea de que los judíos no buscan convivir, y, por lo tanto, han cosechado que les saquen los ojos.
En este último discurso se anidan los antijudíos, los conspiracionistas y todos aquellos que prefieren que Israel, con toda su medicina, agricultura y vibrante cultura plural y democrática, desaparezca de un fantástico plumazo. Pero no son los únicos, también están allí los que no quieren abandonar la dulce lectura infantil en la que los buenos de la película siempre son los débiles, las víctimas, aquellos que se expresan así por sus heridas, y que merecen, por tanto, compasión.
La verdad es que en ambos discursos se esconde una verdad tenebrosa, que prefieren no aceptar: la modernidad política no siempre da legitimidad, la civilización no siempre vence, la democracia no siempre es el camino que sus enemigos tomarán, y los operadores del absolutismo, incluso sus versiones más racistas, elitistas, religiosas y sangrientas, tienen nuevas y anchas autopistas para hacerse del poder.
Es sabido que el 7 de octubre no es un evento singular ni aislado ni nuevo. Detrás de él estuvieron los cientos de miles de cristianos aniquilados sangrientamente, sus mujeres violadas y esclavizadas, por los islamistas radicales en Asia y Africa del siglo XXI. Está una cadena de mentiras y torcidos caminos que llevaron a los 5 acuerdos de paz entre árabes y judíos a fracasar, para hacer cumplir la mal comprendida profecía de la superioridad islámica sobre Israel. Están las Torres Gemelas, Bataclán, Charlie Hebdo, Munich, Niza, AMIA, entre muchos otros. Pero, si se observa bien, el 7 de Octubre ya tiene un enorme peso representativo en la conformación de las nuevas conciencias políticas del siglo que avanza, porque determinó con una claridad narrativa inusual y muy articulada, el propósito del islamismo radical global, con ecos peligrosos en Europa, China, Rusia y el Medio Oriente.
Es cierto que la maldad lasciva de sus masacres, la capacidad física de destrucción de civiles e inocentes, el morbo sexual misógino, por dar algunos ejemplos, ya eran ampliamente conocidos en los ejemplos de Boko Haram, Isis, los Talibanes o Al Qaeda. Ellos parecerían suficientes para identificar la amenaza, pero no fue así: estos grupos lucieron como bandas delincuenciales, al margen de las estructuras políticas, dirigidas por enloquecidos lobos solitarios. Por su parte, a la luz de las acciones despiadadas contra la población civil de los gobiernos de Siria, Irán, Irak contra los kurdos, Turquía contra los Armenios, Libia, Afganistán o Sudán en Darfur, se estuvo presentando nuevamente un claro ejemplo de esta forma de hacer política, esta vez, desde los ejércitos estatales islámicos. Pero tampoco fue suficiente para el mundo: lucieron como gobiernos autoritarios, de los que hay tantos, con el conocido fin de recuperar el orden dictatorial.
Todos estos ejemplos parecían entrar perfectamente en el marco discursivo del avance indeclinable de la modernidad política, la democracia y las libertades: Si Europa había vencido a los totalitarismos de la Segunda Guerra Mundial, los chinos se habían transformado a su modo y los soviéticos dejaron de existir en el mapa, estos ejemplos del islamismo radical, serían entonces formas marginales, pre-modernas, que ya encontrarían su caudal en la evolución del capitalismo y de las ideas. Ya llegaría el momento para ellos. Su existencia, incluso, pretextó el desarrollo militar estadounidense y la selectividad de sus operaciones.
Pero el caso de Hamas en Gaza presenta un contexto diferente. Se trata de un gobierno reconocido por los organismos internacionales, en un territorio totalmente autónomo, identificado como una eterna víctima de los judíos en el discurso de la izquierda global, que recibía cantidades astronómicas de dinero de la URNWA, Qatar, Irán, UNESCO, entre otros. Era el símbolo mismo de la lucha contra la opresión, en el centro de la imaginación liberadora del modernismo político: “Gaza, la cárcel de cielo abierto más grande del mundo”. La última bandera internacionalista y, por tanto, la más absoluta de la izquierda.
Cuando la población gazatí protestaba contra Hamas, era callada por el mundo y Al Jazeera: había que entender que la lucha en contra de la mal llamada ocupación de las tierras palestinas era más prioritaria.
Cuando Israel denunció en el 2011 (y se estableció en informes de la ONU del 2014) que Hamás usaba a su pueblo como escudos humanos para poder atacar a objetivos civiles israelíes, el mundo calló: la lucha por la libertad del imaginado sufrido pueblo palestino de las propagandas (no el real) debía prevalecer.
La bandera de la libertad estuvo tan identificada con los palestinos, que era lógico aceptar a pies juntillas que la OLP y Hamás eran los luminosos héroes en contra del imperialismo y la colonización.
La misma Israel creía en ese modelo de la modernidad política clásica, aquel en el que hubiese bastado mostrar “canales” para la paz: toda Gaza fue cedida unilateralmente por Ariel Sharon como un “gesto de paz”. Jamás Israel reclamó para sí ese territorio en los acuerdos de paz (que fracasaban una y otra vez ante las guerras con los árabes y persistentes intifadas). Israel regalaba toda la electricidad que consumía Gaza. Los israelíes contrataron a más de 10.000 gazatíes con salarios europeos, por 10 años (muchos de los cuales volvieron para matar a sus benefactores el 7 de Octubre).
Los jóvenes israelíes hacían conciertos por la paz al lado de Gaza, Nova no era una excepción. Ciudadanos israelíes ayudaban con la instalación de tuberías y sistemas solares de electricidad. Cientos de soldadas israelíes llamaban por teléfono a las casas para pedir a los civiles que desalojasen un sitio antes de bombardear contra las lanzaderas de los cohetes que salían contra los civiles Israelíes. Las Fuerzas de Defensa Israelí lanzaba panfletos en árabe para pedir a la población gazatí que se refugiase al Sur y al Este antes de atacar (anunciando al enemigo donde debía protegerse), entre muchos otros ejemplos. Israel, esto es, una parte importante de ese país, creía que había que mostrar la otra mejilla para encontrar un mundo de entendimientos. Ellos eran parte del discurso prevaleciente de esa modernidad política.
Y es allí, en ese contexto, que actuó Hamas. Y esta es la razón por la que el 7 de octubre es extraordinario tanto en términos humanitarios, como de los paradigmas políticos. Hamás atacó con odio y morbo, sin racionalidad militar clásica, a un país democrático, que tejía acuerdos y relaciones. Su saña fue más propia de Boko Haram que de Bashar Al Assad. Atacó a un vecino donde el 20% de su población son árabes israelíes viviendo, guste o no, en plenitud de derechos.
Fue ese gobierno de Hamás, símbolo de la lucha de los débiles contra la ocupación, los de la nostálgica imagen de un niño lanzando una piedra, los que asesinaron 1200 personas, secuestraron, violaron hombres y mujeres, torturaron, dispararon a los genitales, clavaron clavos en las piernas de las damas judías, metían bebes en hornos y los degollaban, violaban mujeres mientras le disparaban en sus cabezas, … y no recuperaron un centímetro de tierra.
No recuperaron ni siquiera Ashkelon (donde Sinwar dice haber nacido), ni una parcela simbólica de tierra. Solo quisieron hacer el mayor daño posible, con el mayor morbo posible, y publicarlo en las redes, después de grabarlo detalladamente.
Con ello, provocaron premeditadamente la furia del ejército israelí y de los israelíes. Entonces Hamas corrió a refugiarse en kilómetros de túneles donde los árabes palestinos no tuvieron derecho ni a unas pulgadas de techo, con el fin de que los aniquilen. Ese era el glorioso plan del símbolo izquierdista de la libertad, el de los pasillos de las universidades, el de Al Jazeera y Telesur. Todo para despertar el odio del mundo con sus propias madres, tíos, hijos, vecinos, muertos o despedazados. Para reclamar a Israel que no fueron lo suficientemente modernos políticamente, esto es, lo suficientemente pacifistas, participativos, inclusivos y humanistas. Ese era el plan.
No reconocer hoy la trascendencia de este terrible evento en la manera como construimos las nociones de democracia, civilización, diplomacia y paz, puede llevarnos a terribles errores, o a peores errores. La enseñanza es grande y dolorosa, y no está nada clara en la opinión periodística, o en los libros de ciencias políticas.
Por todo ello, hay que reconocer que
a) Para construir de nuevo la modernidad política, es imperativo dejar de creer que los débiles, o los desposeídos, solo actúan por el reflejo de la dominación. La vicitimización es una herramienta feroz en el arte de la guerra y puede ser enormemente sangrienta. La herida, sea una excusa o no, puede esconder la soberbia condición de odio al otro y a si mismo, desatando una energía muy peligrosa.
b) La intolerancia (como los aspectos estructurales de toda la cultura) es principalmente un discurso interior. Naciones como Israel son amigas de los reyes de España, de Inglaterra y del pueblo alemán, porque es dentro del alma de esa nación donde se decide no reproducir el patrón de odio, o no vivir en el trauma. La intolerancia es interior, pues, en primer lugar, ella es una fuente íntima de legitimidad, y por eso no basta un psicólogo, educador o museo. Lo resuelve la nación o la persona en plena autonomía con sus actos, y en su relación con Dios. Esto no se desaprende por arte de magia de los inventos, la agricultura, discursos o películas, porque la modernidad en sí misma, no es tan convincente. Ejemplo de esto es que la modernidad política en Harvard, templo indiscutible de la ciencia y la inventiva moderna, fue desgarradoramente desaprendida por el simple efecto del poder obnubilante de esa intolerancia interior.
c) Para que la modernidad política tenga éxito es necesario reconocer las nuevas formas que toma el enemigo, sobre todo cuando éste no da valor a la vida de su pueblo o de la nación que dice liberar (mucho menos da valor a la vida o a la palabra del adversario). Esto crea un nivel antes impensable de violencia, porque no conduce al mismo tipo de acuerdos que se esperan como resoluciones de las guerras modernas.
d) En una guerra religiosa, donde la intolerancia es un valor precioso e íntimo, los niveles de comparación metafórica de sus operadores militares, no son solo usos literarios como “tormenta del desierto”. Ellos son de verdad expresiones de diluvios, lluvias de fuego, tormentas de dolor, venganzas en varios niveles de reencarnación, y el mismo infierno. Por lo tanto, no debe vencerse a un enemigo así pensando en una estrategia militar simple, como en el juego del ajedrez, sino en el nivel simbólico de la violencia, allí, en el plano donde finalmente ésta pueda ser disuasiva. El carácter religioso de la acción militar bebe de una dimensión profética que debe, por tanto, ser ridiculizada para ser vencida, pero, entiéndase bien, ridiculizada dentro de su misma lógica interior, en lo racional y en lo emocional. De lo contrario, levantará niveles de violencia irracionales para la política moderna. No necesariamente esto significa más violencia, sino que la política será eficiente mientras esté ajustada a la lógica íntima con la que el enemigo entiende la guerra. Y, claro, también puede significar más violencia.
e) Para el islamista radical el resultado de una guerra no es llegar a la toma del poder y la construcción de una paz. Es algo más: es escalar un peldaño civilizatorio a favor de su religión. El objetivo es, por tanto, evolutivo, no estratégico. Y en eso, ellos tienen razón: nuestra victoria no debiese ser presentar una nueva bandera en Gaza, como han sido las guerras modernas, que nunca parecen tener fin. La victoria debe ser una revelación, en todo el sentido místico de esta palabra. Algo que nos permita percibir que escalamos en la inmensidad del universo, allí donde reposan los misterios y se justifican los muertos.
Debemos entender que la corrección política ha dominado a la modernidad política conocida. Ella responde bien intencionadamente a ideologías pacifistas, inclusivistas o modernistas. Pero estos relatos no son reales, solo son mapas ajustados a otras épocas y contextos. El finalismo de la corrección política es, a fin de cuentas, un monólogo. La modernidad política conocida no está enteramente equivocada, pero es insuficiente. Esos relatos, dejados así, disminuyen la verdadera fuerza de una estrategia, de una política e, incluso, disminuyen o contaminan lo que debe ser una victoria en el contexto real, en la situación real, tal como se vive hoy.
@danielcastroani