El ingenio humano no conoce linderos cuando se pone a prueba. Sea para crear una novela de ficción como El Conde de Montecristo o para planear la fuga de la cárcel más segura del mundo. Así lo ha registrado la historia, y la historia también ha enseñado a lo largo del tiempo que la realidad ha copiado a la ficción hasta más allá de sus formas intrincadas. Pero ¿por qué ha de extrañarnos? Si la ficción es un trozo de realidad inventada por la mente de un creador para mostrar un mundo con sus avatares y del que podrá tomarse las mejores lecciones. Por ejemplo, ¿quién puede poner en duda esas lecciones ejemplares en obras como Veinte mil leguas de viaje submarino, y De la Tierra a la Luna del novelista francés Julio Verne? En la primera, el escritor se adelanta cien años a la construcción del primer submarino de propulsión atómica como si hubiese viajado en 1954 a los astilleros de la Electric Boat en Connecticut para presenciarlo. En esa fecha la Armada estadounidense había bautizado el Nautilus en homenaje a la nave del enigmático Capitán Nemo.
Tres años después en 1957, este Nautilus del plano real alcanzó 111.120 km en inmersión que equivalen a las 20.000 leguas recorridas por el Nautilus recreado por la imaginación de Verne, fallecido en 1905.
Por otra parte, en De la Tierra a la Luna, Verne hace una descripción anticipada del viaje en la nave Apolo 11 con sus tres tripulantes como si hubiese ocurrido en 1865 y no en julio de 1969. De modo que esas obras que ya rebasan más de siglo y medio de publicadas no solo se han convertido en referentes del pasado, sino mas bien en una suerte de recuerdos del futuro.
Otro caso en que la realidad copia a la ficción es en la fuga de tres prisioneros de Alcatraz; la cárcel más segura del mundo inaugurada en 1934 sobre un islote rocoso en el centro de la helada bahía de San Francisco, donde el mafioso Al Capone había sido uno de sus más renombrados inquilinos.
Estos hombres condenados por diferentes causas se convirtieron de la noche a la mañana, gracias a aquella memorable fuga, en auténticos súper héroes.
Después de ver en tres ocasiones (en 2016) el curioso reportaje Alcatraz en busca de la verdad, producido por History Channel sobre esta desconcertante fuga, recordé el libro El Conde de Montecristo, del escritor francés Alejandro Dumas que tuve la dicha de leer en tiempos de mi bachillerato.
Edmundo Dantés es el héroe que emprende una épica escapada del castillo de If, considerada la cárcel más tenebrosa de Francia en tiempos de Napoleón Bonaparte donde pagaba condena tras ser acusado por su mejor amigo de conspirar contra el rey Luis XVIII, y así, tener cancha libre para conquistar el amor de Mercedes, la novia del futuro Conde de Montecristo.
Este cásico de la literatura universal era uno de los libros favoritos de García Marquez y al que dedicó artículos y comentarios como: “ Era la novela que me hubiera gustado escribir”.
Según la trama, la posibilidad de Dantés de emprender una fuga del castillo de If era imposible, llevaba ocho años portando cadenas en sus tobillos cuando asaltado por la depresión pensó un día en el suicidio. Pero al descubrir una inscripción labrada con ahinco en una de las paredes: «Dios me dará justicia», cambió de actitud, y es cuando aparece sobre el piso de la mazmorra el rostro estupefacto del abate Faría, quien esperaba salir a un descampado para respirar aire de libertad en lugar de asomarse a la celda de Edmundo Dantés: un joven marinero, pobre y analfabeto. El decrépito sabio había fallado en los cálculos matemáticos del pasillo subterráneo que le tomó cinco años construir, con prudencia y limitaciones.
Faría llevaba once años pagando condena después de soportar las intrigas de sus propios partidarios, y consciente de que ya no tendría aliento para cavar un nuevo pasadizo, le revela a su compañero no solo la manera de salir de esa fortaleza inexpugnable sino que le enseña matemáticas, idiomas y filosofía y lo convierte en uno de los hombres más cultos de su época.
Cuando el abate falleció, Dantés tomó su lugar en el sacó al cual le sujetaron una enorme piedra, como lastre, a fin de asegurar el hundimiento en las profundidades del mar, como se estilaba al morir un reo en esa elevada fortaleza medieval. El Château d’If, hoy en día es un patrimonio histórico que recibe en Marsella más de cien mil turistas al año.
De esa manera el joven marino salió burlando la seguridad de la prisión camino a la libertad, gracias a su condición de nadador y heredando luego un fabuloso tesoro en la isla de Montecristo.
En enero de 1960, un prisionero de 36 años llamado Frank Morris llegó a la Prisión Federal de Alcatraz tras ser procesado por tráfico de drogas. Las autoridades ante el temor de que Morris pudiera tramar una evasión fue enviado a “La Roca”, (como también se conocía la cárcel de Alcatraz) por ser en ese momento la prisión más segura de Estados Unidos.
Morris no era cándido como Dantés antes de convertirse en el conde de Montecristo. Además de su largo prontuario de delitos, registraba un coeficiente intelectual de 133, número elevado, considerando que solo un 3% de la población estadounidense lo ostentaba en esa época.
A su llegada le asignaron el No. 1441 y según la película Escape de Alcatraz, estrenada en 1979 y protagonizada por Clint Eastwood, Morris representa a un hombre taciturno, parco pero muy acucioso. Miraba y analizaba todo a su alrededor con el objeto de planificar la fuga de la que nadie había salido con vida en trece intentos. Un día mientras estaba acostado en su litera, observó una cucaracha alrededor de una pequeña rejilla usada para ventilar las celdas.
Ese hecho despertó su curiosidad de tal manera que por medio de un simple cortaúñas —hurtado al mismo director de la cárcel cuando lo entrevistaba— comenzó a frotar los bordes de la rejilla y comprobó que el concreto cedía al mínimo roce.
Allí se dio cuenta de que quitando la reja podría agrandar el hueco que lo llevaría al pasillo de mantenimiento ubicado en la parte posterior de su calabozo.
No era una empresa para un hombre solitario, por ello se alió con John y Clarence Anglin, quienes habían sido procesados en 1958 junto con su hermano mayor Alfred, por atracar un banco con una pistola de juguete. Alfred quedó separado de sus hermanos permaneciendo recluido en la prisión Kilby de Alabama
En esa fría cárcel federal los prisioneros para pasar el tedio de la condena eran sometidos a labores recreacionales, como aprender a pintar o ejecutar algún instrumento musical.
Morris y los hermanos Anglin no desperdiciaron esa oportunidad. Con hojas de revistas disueltas en agua diseñaron tres máscaras. Para darles aspectos de verdaderos rostros, las pintaron con un tono muy cercano a la coloración de la piel, luego buscando un toque de naturalidad, les pegaron trozos de cabellos que Clarence sacaba de la barbería en la que se desempeñaba como auxiliar. Los muñecos eran colocados en los extremos de las camas para hacer creer al guardia que todos dormían, cuando en realidad trabajaban al fragor de cucharas en el ensanchamiento del túnel.
Otras veces mientras los Anglin trabajaban, Morris tocaba el acordeón para amortiguar el ruido de las cucharas, y cuando a este le tocaba el turno, los hermanos ensayaban sus clases de canto que se volvían insoportables y hacían correr de los pasillos a los ingenuos guardianes de turnos.
El acordeón no solo fue un pretexto para aprender música: se volvió en un recurso muy útil al proyecto de escape: en su interior transportaron herramientas, como un taladro eléctrico y otros objetos importantes. Al mismo tiempo lo convirtieron en un compresor de aire para inflar una balsa, siguiendo las instrucciones de un modelo publicado en la revista Mecánica Popular de ese año.
La balsa fue construida con cincuenta impermeables que hurtaron a lo largo de dos años. Para evadir sospechas sobre las inspecciones sorpresivas a sus celdas, rellenaban el espacio socavado en torno a las rejillas con papel higiénico remojado junto con pequeñas porciones de yeso. Luego pintaban la superficie del mismo color de la pared, quedando removible cada vez que lo requirieran.
El director de la prisión había girado instrucciones de separar a Morris de los hermanos Anglin ante la sospecha de que pudieran urdir un plan de escape. Esa orden se consumaría el 12 de mayo de 1962.
Ante ese imponderable, Morris tuvo que adelantar su propósito. El día 11 a partir de las nueve de la noche partió con los hermanos Anglin a desmontar la protección de hierro de un ducto de ventilación que daba al techo e impedía alcanzar el camino para abandonar la prisión.
Un cuarto prisionero que también colaboró en la fuga, llamado Allen West, tuvo problemas al momento de salir a través del túnel socavado en su celda. El hombre era de complexión fuerte y no previó que podía atorarse en el angosto pasadizo de apenas 15 por 25 cm de ancho. Resignado y presa de la frustración, se mantuvo en silencio hasta que sus compañeros desaparecían esa noche y para siempre de la ahora clausurada prisión de La Roca.
Mientras West cavilaba de impotencia en su celda, sus compañeros desacoplaban con esfuerzo una barrera de hierro que les permitió llegar al techo del penal, evadiendo los barridos de luces proyectados desde las torres de control. Después bajaron por la escalera de un ducto, arrastrando la balsa desinflada y luego treparon con ella dos defensas de ciclón.
Una vez en tierra, observaron la bahía iluminada de San Francisco junto a su imponente Golden Gate. Eran las luces que estimulaban la ansiada libertad. Sin pérdida de tiempo inflaron la balsa con el valioso acordeón y se hicieron a las aguas desafiando una temperatura de 10 grados centígrados. En vez de seguir rumbo a la bahía, remaron alrededor de la isla para aprovechar parte de la oscuridad y llegar al muelle de manera silenciosa.
Amparados en esa condición amarraron la balsa al barco que llevaría el cambio de guardia, usando para ello un cable de 35 metros, también hurtado de la prisión. De modo que la nave al momento de abandonar el muelle no solo llevó el personal de seguridad que había cumplido su jornada sino a los fugitivos —bien remolcados— sin que los tripulantes federales pudieran advertirlo. Práctica muy arraigada en los hermanos Anglin, pues habían crecido en las playas de La Florida entre balsas y otros oficios relacionados con el mundo marítimo.
La media noche de ese día era la mejor hora para partir según la pauta de marea publicada en un periódico de San Francisco y que un generoso e incauto guardia les había facilitado en la mañana. Pues alrededor de la isla convergían feroces corrientes que hacía difícil la navegación incluso para barcos de gran calado.
A la mañana siguiente cuando un guardia hacía su ronda habitual, observó que Morris seguía durmiendo a pesar del insistente llamado que le hacía. Desacato, que obligó al hombre de seguridad a extender una mano para remover la cabeza del reo, pero en su lugar, solo alcanzó una graciosa máscara de cartón, pintarrajeada con los rasgos del prófugo.
Las autoridades para disimular el escándalo afirmaron que los fugitivos habían muerto a causa de hipotermia. Incluso aseguraron haber encontrado los cadáveres en la bahía.
Pero cincuenta y tres años después en 2015, dos sobrinos de los Anglin, los hermanos Ken y David Widner, presentaron en el documental Alcatraz en busca de la verdad, producido por History Channel, una fotografía en color de sus tíos tomada en Río de Janeiro, Brasil (1975) por un amigo de la familia llamado Fred Brizzi.
Pero Brizzi era un narcotraficante irredimible y fue detenido por la justicia al siguiente año, y no fue sino hasta 1992 cuando salió en libertad y pudo entregar la misteriosa fotografía —como fe de vida— a los familiares de los Anglin en La Florida. En esa imagen aparecían los hermanos ya con catadura cuarentona. Tenían el pelo largo, propio de la moda de los años setenta. Los rostros tostados por los estropicios del sol, como si fueran campesinos muy laboriosos.
Por iniciativa de la familia Anglin la fotografía fue puesta en manos de un policía judicial retirado llamado Art Roderick quien había seguido el caso durante un tiempo sin llegar a ningún resultado. Este a su vez lo envió a un funcionario experto en reconstrucción de imágenes en la ciudad de Nueva York a fin de hacerle un estudio forense.
El experto después de concluir su trabajo determinó que las personas retratadas en esa imagen tomada en 1975 eran los hermanos John y Clarence Anglin. Este sorpresivo resultado obligó a los funcionarios del FBI a activar el expediente que habían archivado hacía ya más de medio siglo.
Sin embargo, el tiempo no exime aún de culpa a los evadidos de Alcatraz. Tendrían que cumplir cien años para que la causa pueda prescribir. Considerando ese argumento, Morris, quien nació en 1926, tendría hoy 97 años, es decir le faltarían tres años. John nacido en 1930 y Clarence en 1931 le faltarían 7 y 8 años.
A raíz de ese inusual suceso la cárcel de Alcatraz fue clausurada y quedó solo como un sombrío monolito para recordar el escape más audaz de la historia.
Del paradero de Frank Morris nada se supo. Como tampoco se sabrá si su espectacular evasión estuvo inspirada en el plan urdido por el abate Faría y ejecutado con éxito por Edmundo Dantés; geniales personajes de El Conde de Montecristo.
¡Quién sabe!
@marcelomoran