Cada vez que leo o escucho a los autopercibidos influencers del gran mercado popular de las redes sociales sobre cómo la humanidad será devorada por el cardumen de la Inteligencia Artificial, no puedo evitar viajar a la escena culminante del final de Blade Runner (1982), la adaptación que Ridley Scott hizo del relato de Phillip K Dick de un mundo compartido por humanos y androides que no eran otra cosas que máquinas inteligentes, presuntamente “esclavizadas” a los deseos y caprichos del hombre del futuro.
Allí el último replicante Roy Batty es perseguido por el antiguo cazador Blade Runner, Rick Deckard, bajo el pretexto de la reciente fuga de replicantes Nexus-6, un seriado de robots rebeldes que pretendían concebir su propia visión de la conciencia como seres libres en el planeta.
Atrapado en la última escena, la “Inteligencia Artificial” termina ofreciendo una de las líneas más famosas de la historia del cine de ciencia ficción. Recordemos que los replicantes tenían una vida útil de 4 años y allí el amor también entra en conflicto dado que el exagente también se enamora, no tanto de la vida como Batty, sino de una hermosa replicante que lo acompaña.
«Tears in rain» es el brevísimo monólogo con el que se desconecta de este plano Batty: “He visto cosas que ustedes no creerían. (…)Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia… Hora de morir».
Es como si de repente la humanidad sedada de violencia y poder se percata del error de haber permitido que las máquinas -o aplicaciones- inteligentes terminaran siendo atractivos, sensibles, reflexivos y conscientes.
Hace unas semanas el doctor en inteligencia artificial, Geoffrey Hinton, declaró su preocupación ante la posibilidad de que las máquinas puedan convertirse en una amenaza real para los humanos.
Umberto Eco señala en El péndulo de Foucault que “el mundo de las máquinas tratará de encontrar el secreto de la creación: letras y números”.
Pero no olvidemos también que la historia de la humanidad es la historia del sometimiento, y también del sometido intentando escapar de la esclavitud de una clase, raza, visión, ideología, y esa máquina de destrucción masiva que es el ego humano, que por siglos ha intentado sobreponerse sobre el otro con distintas herramientas como son el dinero y el poder abundante.
¿Es realmente la Inteligencia Artificial un peligro para la humanidad, o el peligro latente sigue siendo el mismo de hace siglos? ¿No ocurrió lo mismo con cada uno de los grandes inventos y circunstancias brillantes de nuestra historia como seres pensantes y sintientes?
Desde la pólvora, pasando por la imprenta, los virus, las vacunas, la electricidad, la industrialización de los alimentos, la radio, la televisión, la internet, la globalización, cada una de estas circunstancias de progreso y avance tecnológico han sido satanizados como el Armagedón que acabará con la esencia de la civilización, otorgándole un poder que no podemos ver pero que mueve los hilos a su antojo para esparcir miedo y terror a cambio de vendernos seguridad y control.
En “Yo, Robot”, la obra cumbre de Isaac Asimov llevada al cine con Will Smith, nos acercamos nuevamente a ese teorema de la humanización de la Inteligencia de las máquinas creadas por humanos para realizar funciones que se prefiere delegar ya no en sus semejantes sino en bots que fueron creados a imagen y semejanza. Son humanoides.
Para evitar el terror a un motín o un levantamiento, o un golpe de poder contra sus usuarios o propietarios, el profesor de química y escritor nacido ruso pero migrante en Nueva York, escribió las 3 leyes de la robótica que nadie sabe a ciencia cierta si alguna vez se cumplirán:
1-. Un robot no puede dañar a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
2-. Un robot debe obedecer las órdenes que le dan los seres humanos, excepto cuando dichas órdenes entren en conflicto con la Primera Ley.
3-. Un robot debe proteger su propia existencia siempre que dicha protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.
Lo que intentaba Asimov era normar las nuevas relaciones entre el uso de la tecnología y la esencia humana que gusta de abusar o tomar ventaja y hasta desacatar estas mismas normas, a menos que haya una línea roja que penalice tal abuso.
Por dar un ejemplo, el oficio del periodismo perdió mucho de la ética, la responsabilidad y el respeto a la fuente y la información una vez que se perdió el profesionalismo para dar cabida a millones de parlantes informando desde un sin número de cuentas en Twitter o Instagram sobre lo que cada quien “cree” o considera que ocurrió. Fue la mejor forma de generar el caos de la desinformación absoluta sin vuelta atrás. Sin importar si están basados en datos falsos se juzga y se condena y lo peor es que el nuevo papel de los medios e instituciones es darle valor y poder a esta demanda de odio con el mote de “la viralización de las redes”. La guerra de las nuevas narrativas del poder terminó asesinando la verdad, la investigación, el periodismo serio y las democracias, sin levantar ninguna sospecha y sin que a nadie le importe.
La profesionalización y la ética siempre serán las 2 primeras víctimas a ser ignoradas cuando las nuevas tendencias sean lanzadas sin ser reguladas o normadas por Leyes.
Obviamente la culpa no será de la IA que está en camino de convertirse en la herramienta más asombrosa después del internet para explotar la creatividad humana en nuevas y mejores experiencias comunicacionales, sino del ser humano, en esencia apasionado, manipulador, conflictivo y contradictorio, para el bien y para el mal.
Es decir, siempre será un asunto de naturaleza humana porque el robot, o el androide, o la IA, podrá mejorar y superar al hombre en las próximas tareas a realizar, incluso responder y hasta reflexionar, pero no tendrá consciencia de la presencia del otro que es distinto, ni de empatía alguna, por más que la ciencia ficción lo humanice para crear historias.
Lo decía Borges en uno de sus sonetos de los años 70: “Yo siento que, de algún modo, con mi bastón hay una cierta amistad. Pero es una amistad no compartida. Es tan triste el amor de las cosas, porque las cosas no saben que uno existe”.
La amenaza latente no se encuentra en la respuesta a la pregunta que tanto inquietó al padre de la inteligencia artificial Alan Turing, sobre si las máquinas podrían pensar por sí mismas, sino al mal uso que harán de ellas para espiar, esclavizar, amenazar con nuevos virus o hacer la guerra. Son los mismos que hoy amenazan con un ataque nuclear, un nuevo orden mundial, una nueva esclavitud, los mismos que en pleno auge creativo acabaron con Turing en la mitad del siglo pasado.
@damasojimenez