En países como el nuestro, donde el verano está separado del invierno por un aguacero, y no por un otoño, como inspiradamente escribiera Regis Debray en su novela El indeseable, la exótica comparecencia de sucesos y contextos queda singularmente expresada, casi con asombro, por el autor, cuando actúa en ejercicio omnisciente, como también para varios de los personajes de la trama. Por eso, en algún instante fugaz, a medida que avanzaba en la lectura de la apenas conocida obra del filósofo francés, se me ocurrió pensar –ubicándome un poco en la labor narrativa del escritor al momento de plasmar sus ideas– en la confrontación a la que hubo de avenirse para, con una realidad tan extraña a él, absolutamente bizarre, poder entregarnos el texto que nos presentó hace más de cuarenta años.
El libro ha estado rodando en mi biblioteca por mucho tiempo, resistiendo incluso varias mudanzas y cambios en mi vida, desde mis tiempos de estudiante universitario, fecha en la cual creo haberlo comprado a un librero de la facultad, hasta el presente.
Cuando lo leí la primera vez, en seguida comenté su contenido entre varios amigos, destacando la similitud de uno de los personajes con alguien a quien todos conocíamos. Pasó el tiempo, y viéndolo de vez en cuando entre mis otros libros, con su portada ya pálida, y su enorme equis escarlata atravesándola como diseño, hace unos días volvió a llamarme la atención.
De pronto llegué a pensar, como en un centellazo precipitado, en las verdaderas proporciones del realismo mágico, ya no como expresión literaria vernácula, sino en la presencia cotidiana, en el doméstico transcurrir de la vida como materialidad permanente en nuestro modo de ser, cuyas resultas, para otras regiones del planeta, es una suerte de revelación fantástica imposible de asumir como una verdad plena.
Así, en la obra citada, el personaje principal descubre dicha sustantividad en medio de una conflagración civil intentando derrocar al gobierno de un país. Esta nación no se menciona expresamente, pero, por todas las referencias a lugares, sucesos, incluso, las menciones a las fuerzas en pugnas, representadas en este caso, por el gobierno y quienes pretenden su derrocamiento, nos retrata claramente a la Venezuela de la década del sesenta, y a ese experimento político tan genuinamente latinoamericano, como fue la guerrilla urbana de aquel entonces.
El autor, no se ahorró pormenores extraídos de la realidad insurreccional de aquellos años, trastocando parcialmente, eso sí, los hechos y sus protagonistas con un ejercicio ficcional válido que, ciertamente, desde el punto de vista literario sirve para eludir el oficio testimonial, pero que, en este caso, sin embargo, no alcanza a generar un cosmos auténticamente imaginativo. Los acontecimientos, o, mejor dicho, el contexto histórico con los personajes que inspiran la trama, resultan perfectamente identificables –grotescamente reconocibles, diría yo–. Por lo que, en ocasiones, el proceso narrativo se vuelve un poco cansón, lento y un calco ordinario de la realidad que, por cierto, él mismo, conociera de primera mano durante su permanencia en Suramérica, al menos en 1963, como bien lo señala Teodoro Petkoff en una entrevista concedida a Norman Gall entre junio y diciembre de 1971, y publicada bajo el título La crisis de un revolucionario profesional.
“La huelga general que convocamos, el 19 de noviembre de 1963, diez días antes de las elecciones, fue el canto de cisne de las FALN. Anunciamos una huelga para bloquear las elecciones generales y fuimos capaces de paralizar la ciudad. Paralizamos la ciudad de una manera absurda, con balas. Ese día nadie se movió en Caracas. Regis Debray estaba en Venezuela en ese momento y dijo que ni siquiera en Argelia había visto algo así.”
El escritor y filósofo tenía entonces 23 años de edad, era como, en ocasiones se referían a él, una especie de l´enfant terrible incursionando en política en un continente absolutamente extraño para él. Su propia hija, Laurence Debray, en una conversación con Alberto Barrera Tyszka, durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en 2018, donde presentaba su libro Hija de revolucionarios, afirma:
“Mira mi padre, que fue a hacer la revolución en América Latina, pero no cogió las armas en Francia contra De Gaulle. Se va a meter en Venezuela donde había una democracia.”
La entrevista fue publicada por el diario El PAIS el 28 de noviembre de 2018.
El indeseable, se imprimió originalmente en francés bajo la denominación de L’indésirable, así la traducción de su título al español, corresponde estrictamente a su contraparte francesa. La edición, primera y, entiendo, como la única, al menos en español, se hizo en 1977, por cuenta de Monte Ávila Editores, mientras que en su idioma original se publicó en 1975.
La novela, de muy limitada repercusión en el ámbito literario, diríamos nula, en tributo a la honestidad, está llena de apreciaciones del autor, en ese desdoblamiento personal de quien escribe y la voz que narra. Estas subjetividades, expresadas naturalmente en su condición omnisciente, revelan una evidente impronta autobiográfica. Por lo que hemos de apuntar, a modo recordatorio, que Regis Debray tuvo una larga estadía en Latinoamérica, involucrado en sus procesos políticos, abarcando, cuando menos, una década entre idas y venidas de Europa a nuestro continente.
El escritor, como se sabe, fue detenido en Bolivia unos meses antes de la captura y muerte del Che Guevara. Ya, entonces, como señalamos al principio, había estado en Venezuela, además sus publicaciones y escritos, todos de orden político, eran célebres por su esmero en plantear una suerte de teoría revolucionaria, conocida en aquellos años como foquismo, cuya idea se resume en la conformación de una vanguardia armada –un foco guerrillero, de ahí su nombre– para estimular la combatividad de los pueblos latinoamericanos y conducirlos a la toma del poder. Revolución en la revolución, es el título de su publicación en 1967 sobre el tema.
Regis Debray alcanza notoriedad internacional cuando es apresado en Bolivia, donde estuvo acompañando al Che Guevara, gestándose todo un movimiento de intelectuales que solicita su liberación, hecho ocurrido en 1970. A propósito de esta incursión del francés en Bolivia vale la pena mencionar el comentario de Pablo Neruda en su libro Confieso que he vivido. Memorias.
“Me halagó lo que me dijo de mi libro [Neruda se refiere al Che Guevara] Canto General. Acostumbraba leerlo por la noche a sus guerrilleros, en la Sierra Maestra. Ahora, ya pasados los años, me estremezco al pensar que mis versos también le acompañaron en su muerte. Por Regis Debray supe que en las montañas de Bolivia guardó hasta el último momento en su mochila dos libros: un texto de aritmética y mi Canto General.”
Su paso por Venezuela, durante los violentos momentos de la insurrección armada, y del conocimiento que de ella pudo tener posteriormente, a la distancia, a través de sus múltiples vinculaciones con varios de sus protagonistas, le permitió armar la historia de El Indeseable como su primera novela. La obra, a mi juicio, no es de un gran valor narrativo, como antes señalé, porque la percibo como un calco poco imaginativo del contexto político que vivía el país en ese periodo, pareciendo a veces una trama testimonial, en cuyo caso, como se comprenderá, el halo ficcional de toda novela pierde fuerza.
En realidad, sólo son dos aspectos los que motivan el presente texto. Digamos que, como en cierta ocasión insinuara Fernando Savater, creo que la falta de memoria sólo engendra ignorantes, aquí su comentario:
“Me dicen que los jóvenes ya no conocen a Ava Gardner y acaban de enterarse de quién fue Franco gracias a la agitación publicitaria de sus desenterradores. De modo que Herbert Marcuse o Rudi Dutschke seguramente pertenecen al secreto del sumario. Y no digamos Régis Debray, cuya peripecia latinoamericana algunos veinteañeros seguimos con preocupada atención en los años sesenta del siglo XX.”.
Así pues, no sería de extrañar, como bien apunta la cita, que, a vuelta de muy poco tiempo, el autor de El Indeseable, y peor aún, los sucesos que lo inspiraron, terminen sepultados en el más hiriente olvido.
De tal manera, que el primero de los motivos animando esta publicación, se remite a la forma particular en cómo el autor manifiesta su perplejidad a la revelación telúrica que lo confronta; una genuina exposición retórica cargada de imágenes comparativas de un encanto excepcional.
“¿Cómo inventar la melodía de un tiempo cómplice en una región que no tiene estaciones? ¿Cómo componer una partitura para dos voces y un violoncelo donde hace más de treinta grados a la sombra desde la mañana a la noche y nunca menos de veinte desde el atardecer a la mañana? ¿Dónde el verano está separado del invierno por un aguacero y no por un otoño? ¿Dónde los verdes son verdes lo mismo en julio que en enero y las corolas de los tulipanes escarlatas durante todo el año…? El año de Europa es una montaña rusa, un folletín de episodios…”
Buena parte de la novela es atravesada por afirmaciones como las precedentes. Debray se resiente ante la realidad con la que se topa, como si en el torbellino de acontecimientos, los protagonistas, y él mismo, cuando la narrativa toma vuelo, se hallaran ante un abismo, sobrepasados por tan exótica sustantividad. Y, en efecto, era así, un extravagante piélago de singularidades, políticas, históricas, sociológicas y culturales, que causarían asombro a cualquiera que por primera vez viniera a la región.
“Como cualquier otro, Frank había nutrido su sueño americano a distancia mediante la ayuda de novelas y libros de historia leídos del otro lado del Atlántico. Y ocurría ahora que Márquez y Carpentier lo habían propulsado, diminuta pelotita de cartón, a un continente duro y chato, a un mundo de instantes centelleantes, sin espesor, virgen de huellas y recuerdos. Todo es posible cuando uno se ha liberado de la memoria. Hasta la felicidad incluso. Todo, salvo la Historia. Había ido para preguntarse si un pueblo, lo mismo que un hombre, no obtiene el futuro de su pasado; si esa memoria anterior a la memoria –esa prehistoria que no había pintado ningún bisonte sobre los muros de ninguna Altamira, pero que se manifiesta en la manera de manejar el tenedor, de soñar por la noche, o de desvestir a las mujeres que uno se cruza en la calle– no crearía en el fondo un lazo más fuerte entre los hombres que los productos de la inteligencia o las decisiones de la voluntad; y si no sería necesario primero estar ligado a esa prehistoria antes de pensar en hacer la Historia con los demás.”
Regis Debray, no se ahorra disquisiciones de orden filosófico durante toda la novela, naturalmente, una trama de ficción no suele pasearse por este campo, pero, en este caso, resulta casi inevitable para quien tiene formación como filósofo, deslizarse rapidamente por estos ámbitos. Por otra parte, hemos de agregar que su experiencia como narrador, es esencialmente la de ensayista. Por eso comprendemos la frecuencia con las que se deja llevar al hacer conjeturas de orden existencial, a veces, en boca del personaje principal (Frank), y en otros momentos, él mismo, como narrador, dando rienda suelta a sus convicciones ontológicas, eso sí, siempre motivadas por una perspectiva política, pues, precisamente, esa es su naturaleza: un político en ejercicio literario.
“Pretender romper la corteza de una nuez con un martinete de estacas no parece responder a un buen cálculo y sin embargo es precisamente lo que hace quien pretende amar a una americana con amor europeo. […] Querer hacer la revolución en las orillas del Orinoco con los infolios de Karl Marx a manera de brújula, ¿no es acaso una sandez del mismo género? Aquí y allá el espacio y el tiempo no tienen las mismas medidas. ¡Dos geometrías de postulados incompatibles!”
La segunda razón que me ha impulsado a escribir sobre El Indeseable después de tanto tiempo, es la similitud que guarda su trama –como señalaba antes– con el proceso político venezolano conocido como la Lucha Armada.
Cuando la novela se editó en español (1977), esta etapa de la violencia política en Venezuela ya era historia. Así que, en realidad, la publicación pasó desapercibida; no generó ningún tipo de interés, ni como pieza literaria ni como documento histórico, si acaso se cometiese la imprudencia de elevarla a tal condición. Algunos de los hechos políticos que se narran –un traslado ordinario de sucesos efectivamente acaecidos–, ya eran harto conocidos por el país.
“Frank desliza el periódico bajo los ojos de su interlocutor: el día anterior se ha encontrado, resto flotante devuelto por las olas a una playa desierta, el cadáver hinchado de uno de los secretarios militares del Frente, exdiputado. Muerto bajo la tortura en un campamento militar. Se olvidaron de practicarle una incisión en el abdomen y como el cuerpo no muestra ningún impacto de bala, subió a la superficie a pesar de los kilos de hierro con que lo habían lastrado…”
El caso citado en la novela, –muestra de la reproducción narrativa de una realidad bien conocida– se refiere a un hecho registrado varios años antes de la edición de El Indeseable. Se trata de la desaparición y muerte del dirigente político Alberto Lovera en octubre de 1965, cuyo cuerpo apareció sumergido en las aguas próximas a la playa de Lecherías, en Puerto La Cruz, estado Anzoátegui. En el libro de José Vicente Rangel, Expediente negro (1967), el hecho se denuncia con todos sus pormenores. En su momento, el abominable crimen, generó un intenso debate en el Congreso Nacional, teniendo a este, en su condición de diputado, como el principal propulsor de la investigación.
En la trama, por otra parte, aparece una especie de contrafigura de nombre Joaquín que, aún con los ejercicios de alteración literaria, de metamorfosis deliberada de la realidad para, precisamente, no perder el propósito del género novelesco, es posible reconocerla entre los personajes políticos más celebres de nuestra historia reciente. No daré su nombre, prefiero dejar a los lectores el trabajo de precisarlo, de identificarlo. Estoy seguro que será más fácil que pelar mandarinas por la similitud de lo narrado con el hecho histórico que lo involucra.
“…Entonces Joaquín se retuerce sobre las baldosas, gime, lanza alaridos. Desconcierto en el pabellón. Pánico, luego escándalo, pues los compañeros de la división política –y a la cabeza de ellos los miembros de la Mesa Política– exigen a coro y a gritos la inmediata presencia de los enfermeros. Joaquín se muere, Joaquín está muerto. Por fin llegan los camilleros con un teniente. Al ver a este último, Joaquín hace un esfuerzo sobrehumano, pero la sangre no quiere salir. Sin embargo, un vago escupitajo teñido de rojo afianza la convicción. Dirección: Enfermería. […] “Hemorragia por ruptura de ulcera gástrica”. Hay que conducirlo urgentemente al Hospital Militar…”
Es que este episodio, tan idéntico a la versión tantas veces contada por su protagonista verdadero, tuvo este que habérselo comentado con lujo de detalles en algún momento –hago la afirmación sin ninguna prueba que lo confirme, claro está–. Quizás posteriormente a 1970, o incluso, ese mismo año. Insisto en recordar que El Indesable se publica por primera vez en 1975.
[…] Y allí está Joaquín, recluido en el octavo piso, en la sección penitenciaria reservada a los inculpados que están sometidos a la jurisdicción militar, y donde no hay más que una cama disponible en una celda para dos personas. Bajo el colchón de la primera cama, hay una cuerda de nylon de unos cincuenta metros de largo, una sierra para cortar metales, y un traje nuevo de tergal azul. […] Entonces atan el cordón de nylon a una cañería, Joaquín se mete en su traje azul y he aquí que se balancea a cuarenta metros del suelo, trapecista pálido, ebrio de aire, agarrado de esa cuerda lo bastante gruesa para no lastimarse la palma de las manos. Son las once de la noche. […] Todo es silencio, salvo en el cuarto piso, donde dos viejecitos, que contemplaban el cielo estrellado platicando tranquilamente en sus camas, se incorporan de golpe, espantados por la visión de dos pies, de dos piernas, y luego de un hombre entero que se desliza detrás del vidrio, endomingado como un joven novio. Se disponen pues a gritar, a pedir auxilio, a llamar a la enfermera con el timbre, cuando ven que Joaquín les dirige a través del vidrio una guiñada de connivencia y les reclama silencio con dedo que no admite réplica. […] Unos segundos después, Joaquín toca el suelo…”
Hay un aspecto destacable en la narrativa de esta obra que vale la pena mencionar, así sea de pasada, al tomar en cuenta la cronología de los hechos que inspiraron la novela; el periodo de la Lucha Armada en Venezuela (1961-1967), y la fecha en que se publica (1975), es posible notar un leve cambio de postura del autor, aquí, una mirada tímidamente crítica de aquel periodo –¿más serena, quizás?– que no llega a manifestarse con el mismo ardor con el que publicara sus ensayos políticos, se rebela casi inadvertida.
“…Vivimos en una época en que las grandes palabras deben escribirse con minúsculas. Lo cual es muy molesto.
Hoy ya no se puede ser revolucionario haciendo de la revolución un valor absoluto. […] Hoy, un comunista que no abrigue dudas sobre el comunismo es un imbécil peligroso.”
Esta reflexión, ya terminando El Indeseable, expresada en 1975, cuando el mundo todavía se repartía a dos, tiene un importante valor, un reconocimiento, digamos en voz baja, de las consecuencias de un experimento político, visto en la distancia, tan delirante como disparatado. Basta leer Revolución en la revolución en el presente para admitir el tamaño de tanto infantilismo político. Por ahí lo tengo, guardado como una reliquia, con un prólogo del poeta cubano Roberto Fernández Retamar, el mismo que Neruda en Confieso que he vivido. Memorias, le dedica estas breves y lapidarias líneas:
“…A Retamar sí. En La Habana y en Paris me persiguió asiduamente con su adulación. Me decía que había publicado incesantes prólogos y artículos laudatorios sobre mis obras. La verdad es que nunca lo consideré un valor, sino uno más entre los arribistas políticos y literarios de nuestra época.”
Por último, me gustaría añadir la respuesta de Teodoro Petkoff ante dos preguntas de Alonso Moleiro en su libro Solo los estúpidos no cambian de opinión. ¡La vida de Teodoro! Que considero ilustran un poco el contexto de la rectificación de aquello que Regis Debray narra como ficción y devota admiración.
“–Los frentes guerrilleros seguían vivos, la invasión por Machurucuto estaría en marcha. Por esa época mataron al Che Guevara. ¿Dónde estaba usted cuando se enteró?
–Estaba en Paris en esta diligencia, explicando la necesidad del repliegue. Pensé que quizás estaría bien conversar con algunos periodistas franceses interesados en América Latina. Estuve en Le Monde, pedí hablar con Marcel Niedergang que era el gran especialista en los temas latinoamericanos. Comienzo a explicarle las condiciones políticas existentes en el país y la necesidad del repliegue y de pronto el tipo me interrumpe y me dice: “¿de qué política me hablas. No te entiendo?” Entonces le digo: “¿de qué quieres que te hable? ¿de arcos y flechas, tú no crees posible que allá se hable de política?” Sintió el trancazo y cambió el talante. […] Fui a Le Nouvel Observateur: me recibe un periodista displicente, cuyo nombre no puedo recordar, que ni siquiera se molestó en tomar nota de lo que le decía. Cuando me estoy yendo, me enseña la portada de esa semana: era una imitación del dibujo de Picasso del Quijote, pero con una imagen del Che. Estaba escribiendo un reportaje ditirámbico sobre el foquismo: Guevara el guerrillero heroico, tu sabes la típica vaina de los Ramonet de todos los tiempos. Me pregunta ¿qué te parece? Yo le digo: pues mira, el reportaje está muy bien escrito, pero te puedo vaticinar una cosa: en América Latina esto va a terminar en una tragedia. Ese es un error colosal lo que está cometiendo esa guerrilla en Bolivia. Lo que no me imaginaba entonces era que parte de la tragedia iba a consistir en que el Che iba a morir también. […]
–¿Regis Debray no conversó con usted entonces?
–Claro, era un gran amigo. Regis también venia entonces de regreso. Me regaló un libro con una enorme dedicatoria:
“A Teodoro, el primero de nosotros que entendió”.”
@emartz1