Pudo ser el hombre más longevo del mundo. Se llamaba Hermes Atencio y era nativo de la Alta Guajira. Falleció en diciembre de 2016, en Lagunillas, estado Zulia a la edad de 121 años. Esta es su historia
En el sector El Ahocado del municipio Lagunillas, veinte kilómetros al sur de Ciudad Ojeda y a orillas del lago de Maracaibo, un rebaño de chivos saltarines desciende por una hondonada ante la mirada celadora del pastor. La función acrobática exhibida por los animales obliga al guía a seguir con precaución el sendero irregular devenido en grietas y tramos erosionados por la lluvia en el tiempo.
Al fondo, entre un claro que concede un cinturón de manglares oscilantes, aparece una panorámica del lago de Maracaibo distinta de la que se acostumbra contemplar desde el tramo más alto del puente General Rafael Urdaneta: no hay garzas, buchones ni boyas que se mecen, en su lugar, reposan centenares de cabrias sobre viejas y roídas estructuras de concreto: la imagen que promocionó al mundo la bonanza de Venezuela a lo largo del siglo XX.
Son las dos de la tarde del jueves, 13 de agosto de 2015. El aire y el paisaje parecen estancados. Solo hay animación en la desordenada marcha de los chivos.
El pastor se detiene de pronto. Experimenta una extraña visión: cree que las aguas del lago van a salir de su cauce para arrasar con toda tierra firme. Parpadea un par de veces. Suspira profundo al darse cuenta de que es solo una quimera provocada por la refracción solar. Vuelve a suspirar, y se acomoda una gorra azul, con visera roja. Se frota los ojos, y reanuda la caminata detrás de su rebaño marcando pasos cadenciosos con un reluciente bastón de curarire.
Su nombre es Hermes, a diferencia de su tocayo, el dios griego de los viajeros, no calza sandalias aladas: tiene que recorrer como otro mortal un kilómetro a pie para regresar a casa a través de un camino yermo y saturado de sol. Es de cuerpo menudo y delgado. Sus ojos son pequeños, y despiden reflejos vidriosos a causa de una vieja catarata.
La tarde sigue su curso y el calor se torna insoportable para un hombre de 58 años como yo, que reclama cuanto antes un vaso de agua para sobrevivir. No ocurre lo mismo con el pastor, que camina impasible sin mostrar signos de agotamiento, pese a que dentro de ocho meses cumplirá 121 años.
—Allí vive mi hijo, José —señala al único palafito que existe en el lugar.
Está construido de tablas y se eleva sobre aguas manchadas con petróleo. El resto es una escena viva de la novela Casas Muertas del escritor venezolano Miguel Otero Silva. Sobre escombros de viejas viviendas apostadas en la parte interna del muro de contención han levantado sus moradas esta familia wayuu. Reconstruyeron techos, paredes, como piezas de lego para aproximarse un poco a las versiones originales.
Los antiguos pobladores fueron reubicados a mediados de 1990 ante el acuciante problema de la subsidencia: fenómeno que representa el progresivo hundimiento del suelo a causa de la explotación petrolera y coloca el nivel del lago (7 metros) por encima de tierra firme.
A El Horcado se llega de forma expedita a través de la carretera que bordea el muro de contención. Fue construida por los años cuarenta y facilita además, las labores de patrullaje en esa extensa área operacional. Ahora se encuentra en condiciones deplorables en varios tramos por efectos de la erosión que dificulta el paso, sobre todo de vehículos pequeños. Como alternativa, hay un laberinto de carreteras que conduce a una infinidad de locaciones de pozos petroleros dispersos en una geografía compleja y desértica. A este lugar ubicado a veinte minutos de Lagunillas, pero apartado de los ruidos del mundo y al que ningún taxista se aventura a llegar, vive Hermes Atencio Pushaina: uno de los hombres más longevos del planeta.
La primera vez que visité El Horcado fue en 2007. Me había apoyado en la buena disposición de mi amigo Edwin Arteaga; viejo compañero de Maraven y formidable conocedor de la zona. Ahora, después de ocho años regreso con la guía de un mapa casero, elaborado con la ayuda de otros compañeros de Gente del Petróleo, para no extraviarme en esa confusa y solitaria red de caminos.
En el trayecto de veinte minutos que demoré en llegar no me crucé con ninguna presencia humana. Ni siquiera un espejismo en la dilatada carretera gris. Reinaba un silencio inquietante que solo fue quebrantado por el fugaz paso de un conejo, que a esa hora huía quizás del acecho de algún ávido depredador.
Hermes llegó a El Horcado procedente del municipio Mara en 2004. “En Caño El Indio no había trabajo. Fue entonces cuando mi hijo José se vino primero a esta tierra para trabajar como pescador, después lo seguimos”, refiere mirando a Mariángel y a su mujer llamada Aura, de 102 años, que permanece sentada en una silla de ruedas.
Hermes es venezolano y expidió por primera vez su cédula de identidad en 1960. El empleado de identificación que lo atendió en aquella oportunidad prefirió colocarle 56 años en lugar de los 66 que aseguraba tener.
El oficinista hizo el cálculo después de darle una fugaz mirada al rostro, pues no había manera de entender el enrevesado wayuunaiki del pastor de cabras, como tampoco este entendía el riguroso castellano del funcionario. A diferencia de la cultura occidental, al wayuu no le inquieta reducir la edad. “El secretario debió colocarme los años exactos y no hacer una valoración basada en una simple mirada; eso nada más lo hacen los buenos piaches allá en la Alta Guajira”, dijo Hermes con vehemencia.
Después de quedarse con 56 años, Hermes asegura que el funcionario debió ser más gentil y honrar su oficio. Se resiste a creer que en una ciudad como Maracaibo donde la población wayuu es muy numerosa, no hubiese en aquel momento un paisano que sirviera de intérprete y evitara que el secretario recortara diez años por medio de un método poco convencional. Considerando esa afirmación, Hermes nació en 1894 (cinco años antes de la Revolución Restauradora liderada por Cipriano Castro que depusiera al presidente Ignacio Andrade en mayo de 1899). A pesar de su inconformidad, la fecha registrada en la cédula de identidad es: 13 de diciembre de 1904. Para 2015 estará cumpliendo 111 años en lugar de 121; su verdadera edad.
El rostro de Hermes es aún simétrico; no tiene párpados caídos ni ramales de arrugas profundos: es grasoso. Está hecho del mejor barro que escogió un día Dios para hacerlo competir con otras creaciones del desierto guajirero, como el cardón y el cují.
De su tierra natal, Sillamana: caserío de la Alta Guajira, recuerda el cantar del viento, armonioso y poético, para reconfortar la vida. Las estrellas dan la sensación de anidar por encima de los techos de los bohíos y parecieran invitar con guiños a ser recogidas con las manos como en una buena cosecha de frijoles. El cielo siempre es azul, limpio e infinito Tanto así que un repique de tambor puede escucharse en otras rancherías distantes sin requerir equipo de amplificación. Aunque su tierra es bordeada por el mar, nunca fue atraído por la pesca como otros de sus parientes. “El mar es muy hermoso, pero a la vez impredecible: lo frecuentaba solo para bañarme en la orilla. Por eso me hice pastor. En tierra firme me sentía más seguro”, recordó, esbozando una sonrisa que develó la integridad de su dentadura.
En su juventud cazaba conejos, iguanas, recolectaba higos de cardones y semillas de tapara —esta última— la consumía tostada y a la que atribuía propiedades nutritivas. Él confiesa que esta simple dieta, junto con el hábito de acostarse a las siete de la noche constituye parte de los secretos de su longevidad.
Mientras conversábamos bajo la sombra de un cují, dos perros amarillos se echaron al suelo arcilloso para contener los efectos del feroz calor vespertino. Más allá en un taburete, Maritza una de las hijas de Hermes, revisaba con mesura un extenso chinchorro de pesca, sin hacer comentarios.
En 1910 cuando apareció el cometa Halley, Hermes tenía 16 años. No se entusiasmó con el prodigio estelar que pernoctó sobre el techo de La Guajira durante varias semanas, y mantuvo a todos los ancianos con los pelos de punta. Según Hermes, era presagio de eventos catastróficos. Y así ocurrió. En menos de dos años hubo grandes acontecimientos que sacudieron la península como nadie lo había imaginado antes. Primero, hubo grandes crecidas producto de imprevistos aguaceros. La lluvia que no había caído en tres años se desplomó con toda su fuerza en menos de un mes, matando rebaños de chivos y vacunos. Luego surgieron terribles enfermedades como la Aleyajawaa (encefalitis equina) y Onojowaa (tuberculosis). A ese catálogo se une la llegada a Paraguaipoa de un militar genocida llamado Juan Bautista Reyes, quien fue peor que los estragos de mil pestes.
Después de que Hermes pronunciara el nombre del coronel Reyes, hace una pausa, y retrocede cien años en el tiempo para volver con un recuerdo doloroso: “Ese tirano reclutaba jóvenes en complicidad con otros mestizos para venderlos como esclavos a las fincas del Sur del Lago, o eran canjeados por sacos de maíz y panela. El que se resistía era mandado cavar un hueco, y cuando tenía una profundidad de medio metro era ajusticiado, y luego sepultado en el mismo hoyo. Otras veces eran colocados en cepos, donde eran azotados durante tres días hasta morir de mengua. Pero un día, esa calamidad… recibió su merecido en un lugar llamado Los Limonzones y… se acabó para siempre”, declaró Hermes, golpeando el suelo con su bastón para reafirmar su añoranza.
Maritza identifica los cuadros reventados en la red de pescar, y los va reparando a punta de aguja sin descuidar en ningún momento la exposición de su padre.
—Papá, ahora tenemos algo peor que el coronel Reyes. No hay nada que comer y para conseguirlo, tenemos que matarnos como locos.
Maritza luego de silenciar a su padre con ese argumento, prosigue su labor en la red, que en breve tiempo desplegará en alguna parte del lago. Ella tiene 49 años, de los cuales ha dedicado diez a la actividad pesquera. Asegura no temerle al lago a pesar de que en 2010 fue arrinconada por una tormenta en una plataforma petrolera ubicada once kilómetros al sur de El Horcado. Al preguntarle a Maritza si sabía nadar, sonríe y, llena de candidez, hace un gesto de negación con la cabeza.
—No. Nunca aprendí a nadar.
De repente, una iguana se precipita de una rama del cují y cae como una pelota entre los pies de Hermes causándole un gran sobresalto. Los perros que yacían amodorrados, saltaron y se llevaron por delante una silla de mimbre tras la imprevista persecución. Pero la fugaz iguana alcanzó sin contratiempo el copo de otro árbol para resguardarse. Los dos perros amarillos regresaron exhaustos a las sombras del cují, y reanudaron el sueño interrumpido.
—¡Aquí hay iguanas como arroz! —exclama Maritza desde su sitio de trabajo.
Cuando le hablo a Hermes de su longevidad, vuelve a hacer una pausa: “Yo trabajo desde niño en armonía con la naturaleza. Me movía al ritmo de la tierra. Cuando el sol se acostaba, al poco rato también yo hacía lo mismo para descansar. En mi mente no había espacio para almacenar maldad ni remordimientos. Al día siguiente me levantaba fresco y radiante. Antes de ir a dormir oíamos hermosos relatos que reconfortaban aún más nuestros sueños. No sabíamos nada de política; esa cosa que ahora envenena la mente de la familia al extremo de que padre e hijo no pueden dirigirse palabras, hermanos que se caen a trompadas y amenazan con matarse la próxima vez que se encuentren. Mientras la gente mantenga ocupada su mente en ese credo maligno, nunca llegará ni siquiera a la mitad de lo que he vivido”.
A pesar de que Hermes abandonara su tierra natal hace más de medio siglo, no se siente desarraigado. Luego de regresar de su pastoreo, guinda su chinchorro en las ramas de unos manglares que han podado sus nietos para que él pueda oír la sedante voz del oleaje chocar contra la orilla y las nuevas canciones traídas por el viento. “Es un buen compositor de jayechi (canto épico wayuu) muy, fino, muy original. Nunca las repite. Después de escuchar la voz del viento por un rato, es mi turno para contestarle. Y así me la paso cantando hasta dormirme feliz, como en tiempo de mi niñez, allá en Sillamana”.
Hermes cerró sus ojos, y por unos segundos, creí que se había quedado dormido en su chinchorro que balanceaba por medio de uno de sus pies colgado. No. Solo se había acomodado para escucharme mejor.
Le comenté que en Bolivia vivía un paisano aimará llamado Carmelo Flores Laura, que podía considerarse el hombre más viejo del mundo. Dicen que hasta comienzo del 2015 tenía 123 años. Hermes abrió de nuevo los ojos para preguntar:
—¿Dónde queda Bolivia?
—Es un país distante, montado sobre empinadas y frías montañas, fundado en honor de Simón Bolívar —respondí.
—No me sorprende que ese hermano tenga tamaña edad. Dicen que el frío conserva mucho a la gente, y creo que es así.
Pero Hermes olvidó, que La Guajira —su tierra natal—, es un desierto donde la temperatura puede llegar a 48 grados centígrados y aun así, le pisa los talones al abuelo boliviano. Entonces la longevidad no es un atributo del frío ni del calor, sino del equilibrio humano con el universo. Tal como lo había enunciado antes.
Hermes dejó de parrandear en 2012 cuando tenía 118 años. Los fines de semana solía tomarse una botella de ron con su hijo José y sus nietos. En ese ameno clima familiar interpretaba hermosos jayechi que recogían parte de sus andanzas por los rincones de La Guajira. Pero al año siguiente este sencillo conversador centenario y perteneciente al clan Pushaina sufrió un accidente cerebro vascular, que a su edad, pudo haber sido irremediable, sin embargo, tuvo una recuperación digna de un milagro, que su hija Mariángel atribuye a la fe evangélica. Ese colapso no dejó secuelas en su rostro ni en sus pequeñas extremidades, como otros casos en que algunos pacientes han quedado parapléjicos. Quizás en la vida de Hermes hubo un parpadeo, pero volvió a entrar en armonía con ese ciclo vital regido por las fuerzas del universo y le ha permitido esa recuperación que raya en lo sobrenatural. No hay otra explicación.
Al caer la penumbra la brisa proveniente del lago arremete contra los manglares creando una sensación sísmica en el ambiente. Se oían crujir de ramas y el incesante choque del oleaje contra la orilla. Una lluvia de hojas secas cayó sobre el techo de la enramada cual si fuera una frenética invasión de gatos. Sobre su endeble estructura colgué mi chinchorro, que había traído junto con sus mecates en una mochila, como es costumbre de todo wayuu que va de visitas y piensa pernoctar en otro sitio apartado.
El frío empujado por el viento precipitó mi sueño y, así, me fui olvidando de todos los ruidos de la noche.
A las seis de la mañana los perros empezaron a ladrar de manera incesante hacia la carretera que tiene dos metros de altura y por donde descendía presurosa Maritza con dos bolsas atestadas de pescado. Más atrás, sus hijos la seguían con los aperos de la canoa.
—Nada más cogimos siete kilos de corvinas, lo demás es para la casa —le dice a uno de sus sobrinos que la recibe.
Hermes inspecciona sus cabras en un corral construido al lado de la casa. Tiene ocho paridas que le dan entre siete y ocho litros diarios para el consumo de la familia. Él mismo las ordeña. Después de cerciorarse de que todo está normal, ordena para que lo escuchen:
—¡Ya es hora de tomar café!
Al transcurrir una hora, Maritza, la única mujer que practica el oficio de la pesca en la Costa Oriental del Lago, llamó para anunciar el desayuno: el menú estaba compuesto por lisas fritas, queso de cabra, plátano asado y una garrafa de újolu, chicha de maíz.
Una nieta le servía el alimento en la boca a Aura, la esposa de Hermes. Aura estaba sentada en una silla de ruedas donada este año por Mervin Méndez, alcalde del municipio Lagunillas y gestionada por el periodista Manuel Arends.
—Es muy agradable desayunar con lisas cuando uno mismo las ha pescado —dice Maritza, orgullosa al recoger los platos.
A las diez de la mañana me despedí de Hermes Atencio Pushaina después de agradecerle sus atenciones y haberme permitido interactuar y conocer un poco más de su vida y su familia. A esa hora él se aprestaba a emprender a la inversa el recorrido que habíamos hecho el día anterior.
En plena carretera acomodó su gorra azul, desteñida, y empezó a marcar sus pasos al golpeteo sonoro de su bastón. En seguida su rebaño de cincuenta chivos, empezó a moverse con obediencia por la carretera como si hubiese recibido la orden en código Morse. De pronto Hermes se detiene y da instrucciones a su nieto Lisandro, de 13 años, que lo acompaña en este ejercicio diario a orillas del lago de Maracaibo y a quien desgranará más adelante, en otro lugar más reposado, parte del imaginario wayuu, que es tan largo como el tiempo que ha visto transcurrir.
@marcelomoran