Marcelo Morán: El cazador de conejos

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A lo largo de mi existencia no le conocí a Cheo Vílchez otro trabajo distinto de cazar conejos. Al principio vivía con sus padres en una granja que estaba justo enfrente de la nuestra en Las Parcelas de Mara. Su familia la había comprado a Salvador Sánchez, un hombre de contextura delgada, cuya mayor virtud era estar siempre muerto de risa. Salvador estaba casado con Altamirita Nava; una mujer rechoncha, bajita y muy solidaria. Ambos apoyaron a mi madre tras llegar de Guarero (Guajira venezolana) en febrero de 1958, para invadir un terreno salvaje propiedad de la transnacional Shell e instalarse con dos numerosas familias. Fueron sus primeros vecinos.

Cheo nació en 1947  en La Rosita de Mara; comunidad rural,  diez kilómetros  al sur de El Moján donde se formó como agricultor y virtuoso ejecutante del cuatro.

Desde la llegada de la familia Vílchez Aguirre en 1960 se entabló una sólida amistad con mi familia, que aún mantenemos intacta con algunos miembros que han sobrevivido, como Lino, Rupilio y David.

José Vílchez, Cheo, es un hombre delgado, moreno, de cara larga y piernas arqueadas como de jugador de fútbol, aunque nunca llegó a practicar este deporte. Usaba siempre una gorra de pelotero que parecía una extensión de su cabeza.

Cheo pasaba al atardecer por nuestro fundo con una camisa sin mangas que resaltaba su exagerada flacura. Iba descalzo para no generar ruidos en sus temerarias caminatas por el monte. Allí se detenía un rato y revisaba su escopeta de doble cañón y sus aperos de cacería. Contaba un par de chistes al grupo de adolescentes, que éramos por los setenta y, partía,  calculando la hora con la aparición de los primeros luceros. Cheo era tranquilo y respetuoso. Todos querían tenerlo un domingo para que desgranase en familia su repertorio de chistes basado en medio siglo de cacería por los bosques de Las Parcelas. Cada escena o actuación iba acompañaba de un melodrama inédito e incomparable, que hacía desternillar al auditorio espontaneo y ávido de recreación, pues aún faltaban veinte años para la llegada de Internet y treinta para los teléfonos inteligentes. Por fortuna, el servicio eléctrico funcionaba desde hacía nueve años, pero aún podía contarse con los dedos de una mano las familias que para 1975 habían adquirido  en Las Parcelas un televisor, y los que no contaban con este receptor de señal abierta se acostaban temprano a conversar hasta que el sueño los envolvía.

Más adelante, en otro sitio, Cheo encendía la pantalla de cobre y se internaba descalzo en el monte como un espectro ondulante para arrancarles inusitados ladridos a los perros. Y  más allá, en la madrugada, quebrantaba el sueño de los pocos vecinos que por allá vivíamos, con escopetazos que parecían sobrevenir de una guerra entre cazadores.  Cheo nunca leyó un tratado para comprender la rara sicología de los conejos. Tanto así que por las huellas, identificaba el sexo, si estaban cerca; de paso, o si habían comido o la cantidad exacta de la manada.

Inventaba sus propios refranes o la forma de hacer analogías, como esta, que expresaba cuando se sentía muy feliz:“Estoy más contento que un perro igüanero”.
Durante los fines de semana daba tregua a su rol de cazador y visitaba a sus padres después de recorrer en bicicleta medio kilómetro a través un boscoso callejón bautizado en su honor por los propios vecinos. Para esos paseos sabatinos se preparaba con un cuatro y por el solo hecho de llevarlo empezaban a brotar de la nada montones de  botellas de aguardiente. Esta  acción  provocaba el encendido de  una parranda callejera que lo convertía en animador de un auditorio a cielo abierto y donde llegaba a interpretar canciones de Mario Suárez, Juan Vicente Torrealba y, claro está, dejando para última hora sus esperados relatos de cacería.

Una mañana de 1975 en que se disponía salir del callejón rumbo a la carretera principal, fue abordado por su primo Nerdo Navarro: un joven de 25 años, emprendedor, familiar e inigualable mamador de gallo. Nerdo conducía en ese momento un camión 750 con el que efectuaba viajes a diferentes regiones del país.

—Montate, primo. Damos unas vueltas y regresamos. Contame, cómo está, tío Jesús, los muchachos, los conejos. ¿Cazaste anoche?

—Ellos están bien. No cazo hasta dentro de un mes, cuando el monte ya esté un poco seco. Salir así, es peligroso, porque uno no sabe si debajo de  un brozar hay una serpiente cascabel esperando un pie descalzo como el mío. Mejor te acompaño otro día, tengo que comprar ahorita queso en la tienda de Hugo Chacín, Micaela lo necesita para el almuerzo —dijo Cheo, evadiendo la invitación de Nerdo.

—Tranquilo. Yo te doy para que compréis después un cajón de queso. Necesito que me acompañéis —insistió Nerdo.

—Entonces, vamos a dar esa vuelta, primo —dijo Cheo al montarse confiado.

Pasaron la tienda El Último Tiro de Hugo Chacín, doblaron la carretera Nueva, cruzaron el puente sobre el lago de Maracaibo y al cabo de tres días y después de recorrer 1238 kilómetros divisaron una infinita y próspera plantación de pinos que precedía la llegada a Puerto Ordaz. Más allá, observó la silueta de un puente sobre las flamantes aguas del Orinoco. Cheo miraba silente el soberbio paisaje que se insinuaba  ante su vista como salido de un sueño. Abrió aún más los ojos, y su cara se fue inflamando de un rojo explosivo hasta reventar por su boca con la estridencia de un volcán:

 —¿Adónde coño e la madre me habéis traído, remalayo?

—Tranquilo, primo. Tranquilo. Distraete un poco. Aquí hay más cosas que ver que en los montes de Las Parcelas —señaló Nerdo con una mano después de parar el vehículo en un hombrillo de la carretera.

—¡Qué primo de la verga, no joda. Esto no se le hace a nadie, remalayo! —gritó, manoteando y drenando su rabia acumulada durante los primeros tres días de viaje.

 El rostro de Cheo reflejaba un desaliño total cuando regresó a Las Parcelas siete días después: estaba despeinado, con una barba incipiente y ojeras oscuras por el poco dormir. Él pensó que su esposa Micaela no se había enterado de su sorpresivo viaje al estado Bolívar. “A lo mejor la pobrecita me estuvo buscando en la policía, en el hospital, en el cementerio, carajo”.

 Pero el día de su partida, varios vecinos, que libaban cerveza en El Último Tiro, lo vieron pasar en el camión y notificaron cuando se conoció la alarma de que estaba desaparecido.

Antes de bajar del camión, Cheo recibió de su primo doscientos bolívares por acompañarlo en ese inusual viaje que le permitió conocer Puerto Ordaz sin jamás haberlo deseado. El pago era equivalente de una quincena de trabajo, considerando que para ese tiempo el sueldo mínimo estaba en cuatrocientos treinta bolívares.

Nerdo pretendió hacer las paces con su primo por medio de un apretón de manos, pero Cheo lo dejó con la mano  en el aire. Bajo a toda prisa del vehículo, y reservó el acto de despedida con un portazo atronador, que dejó  al chofer sordo por unos segundos. Después de superar el efecto del fugaz aturdimiento, Nerdo soltó una carcajada y arrancó el camión rumbo a su casa celebrando con golpes al volante su inédita ocurrencia; travesura que salió cara, porque  Cheo no le dirigió  palabras en cinco años. Y cuando alguien  en la calle le preguntaba:

—¿Es verdad que Nerdo te echó una vaina?

—¡No me hablen de ese puñetero! —respondía molesto.

Al arribar hoy a los 76 años, Cheo no ha vuelto a cazar. Sus ojos han perdido la agudeza de que hacía alarde en otras épocas, comparados solo con un aparato de visión nocturna. También el ambiente se ha tornado peligroso. Ya no son espantos ni aparecidos con las que tuvo que lidiar en muchas salidas y más de una ocasión tuvo que ahuyentar a tiros; tampoco es por temor a una posible mordedura de cascabel en sus sigilosas caminatas descalzo. Ahora es por la inseguridad, que se ha enseñoreado del ámbito marense y no ha dejado siquiera en paz los espacios silvestres en la que deambulaba de noche como un fantasma en busca de la preciada caza para el sustento de su numerosa familia.


Cheo ya no caza conejos. Ahora trata de cazarle a su memoria, de manera pausada, las anécdotas que un día me contará,  cuando lo visite  en su casa o cuando nos topemos un domingo en el acogedor rancho de Carlos Morán, Cucu, en Las Parcelas de Mara.

@marcelomoran