Marcelo Morán: El lago oscuro

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El lago oscurece en seguida y sobre su faja ondulante empiezan a surgir destellos que pugnan con la claridad de la costa. Son las luces de las estaciones de flujos que operan como palafitos sobre enormes pilotes de concreto en aguas de Lagunillas. Cada luz tiene un significado en la penumbra.  

—Por ejemplo, aquélla luz verde —apunta Nelson Goncalvez— que brilla con intensidad en la distancia, es la señal para seguir el canal de navegación.

La lancha Sergineth, gobernada por el capitán Nelson Goncálvez, ingresa a la oscuridad como si gozara de una ruta expedita para llegar lago adentro sin requerir iluminación. Lo acompaña su yerno, el marino Fulgencio Rendón, de 29 años y tres pacas de chinchorros de cinco pulgadas con las que aspira tener  una buena pesca de robalos y corvinas.

Una fuente de agua en el lago

 A medida que la embarcación se desplazaba a través de un espacio sin forma, el capitán  barajaba opciones sobre los sitios en que debería desplegar sus redes. De pronto muy cerca del sendero que llevaba Sergineth, aparece un borbollón de agua con un diámetro descomunal, quizás cercano a cinco metros. 

—¿Qué es eso, capitán? —pregunté sorprendido.

Pero el terror fue mayor cuando escuché la respuesta de Goncálvez:

—Es un escape de gas con petróleo. Es tan común por aquí, que ni siquiera nos causa preocupación.

No puedo imaginar ni cuantificar la presión con que salía el gas para formar en la superficie semejante borbotar. A pesar de hallarse el entorno en tinieblas, no fue difícil identificar el chorro blanquecino que emergía desde las profundidades del lago como un geiser volcánico.

A una hora de viaje y constante ronronear por senderos oscilantes, Nelson decide aminorar la marcha del motor cerca de una plataforma de concreto, que una vez soportó el peso de un laborioso balancín. Da instrucciones al marino Fulgencio y comienza a soltar con lentitud el primer chinchorro, que tiene sujetado un rosario de piedras a fin de llevarlo hasta la profundidad. Cada piedra puede pesar hasta diez kilos.

 El capitán —en la escasa claridad— mueve sus pies para evitar un machucón. Le recuerda a su yerno calma y mesura, pues aún no había superado las dolencias en su tobillo izquierdo, lastimado el día anterior. Fulgencio sonríe con la orden de su suegro. Hundida la red, queda sobre la superficie una botella de plástico que se encuentra fijada a uno de los extremos del calón y hace las veces de flotador para  identificar  el sitio en el que se ha sumergido y deberá ser levantada al cabo de dos horas.

Subimos por una escalera de metal hasta alcanzar diez metros de altura. Llevábamos  sobre muestras espaldas un bolso tipo colegial con la cena que habíamos traído desde la casa. Antes, se había incorporado a nuestra empresa la lancha Lina capitaneada por Ronaldo Sierra y su ayudante Nelsito, hijo de Nelson Goncálvez.  Una brisa proveniente del oeste hizo más placentera nuestra cena, que constaba de arroz chino, refrescos y arepas rellenadas con huevo

La odisea de Nelson

Nelson Goncálvez es pescador desde los 8 años cuando era llevado por su abuelo paterno Ciriaco Goncálvez a recorrer diferentes partes del lago. Ciriaco había venido desde Margarita a mediados de 1930, animado por el boom petrolero que se desataba en Lagunillas y fue uno de los sobrevivientes del voraz incendio que acabó con la comunidad de Lagunillas de Agua en 1939 y diera paso a la construcción de Ciudad Ojeda, decretada dos años antes por el presidente Eleazar López Contreras. 

—Abuelo era nativo de El Valle Pedro González —completó Nelson.

En octubre de 2004, en otro sector del Lago, Nelson fue víctima de un atraco cuando  se disponía  regresar con una carga importante de corvinas. En aquella ocasión fue sorprendido por cinco desconocidos que portaban armas automáticas y lo obligaron a entregar el bote con la pesca recogida. Esa vez se acompañaba de su hermano Waldo y el joven Nelsito, de 15 años. Estos últimos fueron obligados a abordar uno de los botes piratas y después llevados a otro sitio con propósitos inconfesables.

El bote pirata se detuvo cinco minutos después en alguna parte del lago, y al cabo de un rato, volvió a ronronear hacia rumbo desconocido. Nelson quedó solo, treinta kilómetros al oeste del Caño la “O”, de donde había salido el día anterior con sus dos marinos. Embebido de aliento siguió el trayecto de la nave pirata hasta donde le permitían los sentidos. No era una corazonada para un hombre que había abrazado el oficio de la pesca desde hacía más de cuatro décadas la actitud tomada por los piratas. El bote se habría detenido con dos propósitos: uno, matar a los muchachos y, segundo: abandonarlos donde nadie pudiera hallarlos con facilidad y de esa manera ganar  tiempo en la huida.

 Tras cavilar unos minutos, Nelson se lanza de la plataforma y empieza su aventura de sobrevivencia con la corriente en contra. Nadó por intervalos cortos sin perder su concentración en la ruta que habían tomado los piratas. A pesar de la oscuridad  estaba consciente de la distancia que lo separaba de tierra firme

La Vía Láctea y el retorno de Nelson

Fulgencio cortó la exposición de su suegro para obligarnos a mirar hacia arriba. Parecía un arco de nubes abigarradas que se proyectaba de sureste a noroeste y dejaba una estela de impresionantes colores sobre el lienzo de la madrugada: en unas partes era rosado, verde, amarillo.

—¡Es la Vía Láctea¡ —gritó fervoroso Fulgencio. Solo se ve cuando hay noches cerradas como esta.

Era la primera vez que veía ese portento del cosmos. Siempre creí que solo podría contemplarse en Tenerife o en el desierto de Atacama, en Chile: lugares  de donde se han tomado la mayoría de las imágenes que circulan por Internet. Ese brazo visible desde la Tierra es donde se halla el cinturón de Orión. Pero es la mitología griega quien da cuenta de ella y desde entonces se conoce como Vía Láctea. Dice el relato que, el dios Hermes colocó al pequeño Hércules sobre el pecho de la diosa Hera mientras esta dormía. Ella lo detestaba por ser hijo bastardo de su esposo, el dios Zeus. De pronto, la reina del Olimpo despierta y se da cuenta de quién está amamantado: lo mira con desprecio y se deshace de él en el acto, pero no puede evitar que de sus portentosos pezones saltara un torrente de leche y se esparciera por el espacio dando forma a ese impresionante arco observado en las noches desde la Tierra.

Según otra leyenda, los españoles llaman a este cinturón luminoso “El camino de Santiago”, después de que el emperador Carlomagno (siglo VIII) soñara en Aquisgrán, Alemania, con un arco de estrellas que cruzaba la tierra de extremo a extremo y él debía seguir. Al despertar reunió a su nutrido séquito y emprendió el camino que le llevaría muchas jornadas de cabalgata hasta llegar a lo que hoy es Santiago de Compostela, en Galicia, España. Los Pobladores al conocer la investidura del visitante le dieron la bienvenida y le indicaron el sitio en el que se hallaba la tumba del apóstol Santiago. Según aquella invención popular, Carlomagno fue el primer peregrino en recorrer ese sendero demarcado en el firmamento por la Vía Láctea.

En la sociedad wayuu le decimos Supuna wayuu outus (El camino de los wayuu muertos) pues es la ruta que toman las almas de los difuntos para alcanzar la eternidad. Esta formación estelar es la imagen más dominante en la iconografía wayuu desde tiempos remotos. Se halla presente en tinajas, tejidos y en los maquillajes de las mujeres. Es una figura que simboliza el ciclo de la vida: todo termina y vuelve a comenzar. Este centro galáctico —donde se origina la vida — se encuentra según estudios recientes de astronomía a una distancia de treinta mil años luz de la Tierra.  

¿Cómo intuyeron nuestros ancestros wayuu que esta galaxia tenía forma espiral, si apenas llegó a descubrirse en pleno siglo XX?  Es un misterio como tantos que rodean la cosmovisión de otros pueblos originarios de América. Solo se dieron más luces sobre sus portentosos brazos en 1993, cuando fuera colocado en órbita el infalible telescopio Hubble.

 Después de esta animada  tertulia sobre astronomía casera regresamos al relato de Nelson.

La frescura del agua era un aliciente en su favor; nadaba veinte brazadas y volvía a flotar para ahorrar energías. A esa hora vio pasar como a trescientos metros de distancia una lancha de transporte de PDVSA. Nadie lo vio. Tampoco él pudo hacer gestos para solicitar ayuda. Siguió de manera alternativa nadando y flotando para administrar sus fuerzas y evitar calambres.

 El sol  al fin emergió y esa condición lo obligó a reanudar con bríos la marcha; él sabía cómo serían los estragos en su  piel si lo sorprendía la tarde.

 A las ocho de la mañana estaba a diez brazadas de la estación de flujo en la que creyó escuchar por última vez el ronronear del bote pirata. Flotó por unos segundos pero no logró ver en las barandas  la presencia de sus familiares como él había deseado. Eso lo llenó de inquietud, pero no perdió el entusiasmo: había llegado a destino después de cubrir en dos horas una distancia superior a cinco kilómetros y con el viento en contra. Como pudo, reptó por una plataforma empelotada de petróleo. Resbaló y volvió a intentarlo jadeante, y allí quedó tendido. No supo cuánto tiempo estuvo dormido: despertó de una pesadilla, gracias al arranque oportuno de las turbinas de la estación. La infraestructura tenía un tamaño equivalente a la mitad de una cancha de fútbol.

Nelson no puede explicar, por qué las veces que pernoctó en ese lugar solitario, era presa de tremendas pesadillas. “Debe tener algo mágico. Quizás sea el espíritu de un pirata mamador de gallo”, dijo en carcajadas.

 El insoportable ruido de motores indicaba que era el momento de reanudar el bombeo de crudo hacia otro acopio. El viento comenzó a soplar de oeste a este. Si ese fuera el sentido en la madrugada hubiera hecho ese recorrido en menor tiempo y no hubiera llegado tan exhausto.

Subió por una escalera a otra sección de la planta para tener una mejor vista y advertir el paso de una chalana  a la que podría hacerle una señal de auxilio. Todavía de su cuerpo cansado destilaba petróleo. Atrás, en el piso metálico, iba dejando una estela perfecta de su presencia: no pensó que sus pies fueran capaces de moldear semejante huellas.

Cuando se hallaba en el punto más alto de la instalación petrolera, se llevó una sorpresa: al otro lado en el extremo este, se encontraban su hermano y su hijo; ambos estaban sentados con los pies colgados para observar desde allí el paso de una posible ayuda.

Nelson para jugarle una broma en medio de aquel inusual aprieto, se lanzó en clavado desde diez metros de altura. “El pánico fue muy grande y al mismo tiempo corto, porque una vez que me identificaron saltaron también como locos al agua para abrazarme”, comentó Nelson con halo de picardía.

A las cuatro de la tarde de aquel traumático día de 2004 al fin pudieron ser rescatados por una lancha de patrullaje de PDVSA que los llevó de regreso al Caño la “O”, de donde habían salido veinticuatro horas antes.

 Nelson lejos de afligirse por la pérdida de su bote junto con tres pacas de chinchorros, celebró su llegada a casa con una parranda que se extendió  al siguiente día.  Agradeció a Dios por concederle a él y a sus dos marinos otro día más de existencia.

El nido de pesadillas

A medianoche, Nelson ordenó levantar el primer chinchorro lanzado alrededor de la plataforma en la que habíamos cenado. Como medida de precaución giró el bote tres veces en torno del sitio a fin de despejar las manchas de petróleo que pudieran adherirse y dañar la red. En seguida Fulgencio identificó el flotador de plástico, lo tomó de un manotazo y empezó a subir el chinchorro con cuidado. De inmediato se observó el brillo de las escamas en los primeros robalos y corvinas que venían atrapados: Nelson los sujeta por las agallas porque en los lomos pueden resbalar de sus manos y regresar a las aguas. Luego, con prudencia, los va desenredando de la malla y los mete dentro de una caja de metal que contiene barras de hielo para conservarlos. Esta actividad se repitió varias veces durante la noche. Pero el último chinchorro fue desplegado cerca de una gabarra tipo Tritón, que se hallaba suspendida sobre sus enormes zancos de metal y por donde Nelson dirigió su bote como si hubiésemos pasado por debajo del Puente Rafael Urdaneta. Las luces silueteaban la descomunal figura metálica, destacando en la azotea la forma inequívoca de un helipuerto. De allí partimos a la estación donde las pesadillas de Nelson se hacían recurrentes. Allí nos esperaba Ronaldo y Nelsito, quienes ya habían lanzado un chinchorro a cien metros de la estación.

Era la hora de dormir. El sitio elegido era un amplio piso de concreto, alternado con paneles de control, cables y bombillas. Nelson prefirió montar guardia cerca de los botes y así lanzar anzuelos con carnada de cangrejas; señuelo muy apetecido por las corvinas. Él evitaba dormirse y ser presa de otra pesadilla. Como yo tampoco tenía sueño, preparó uno para mí, pero al cabo de una hora desistí de la idea. En ese tiempo ni un pez estremeció el sedal que me había asignado. De tantos intentos al agua solo conseguí llenarme las manos con petróleo. En ese mismo lapso, Nelson capturó más de veinte ejemplares de modestos tamaños, fue entonces cuando decidí ir a dormir, pero antes… me persigné dos veces.

Otro pescador le contó en una oportunidad a Nelson que en este ruidoso lugar había tenido una horrible pesadilla. Esa experiencia hizo que el marino llamado Fred no regresara jamás al lago a pescar; prefirió labrarse como carpintero.

Aguas de seda

El viento del este traía una carga helada que nos obligó a reforzar nuestras ropas para contenerlo. Al sur, la noche era desvelada por la aparición intermitente del relámpago del Catatumbo, quien aportaba en cada descarga de luz el diez por ciento del ozono requerido por nuestro  planeta para seguir garantizado la vida, la existencia.

A comienzos de los setenta cuando apenas comenzaba a estudiar bachillerato, recorrí el delta del lago con mi tío Anguito Morán. En muchas jornadas de pesca  nunca vi en esos lugares ninguna red manchada ni tanta extensión de agua con petróleo. Pero lo que presencié en este viaje —invitado por mi vecino Nelson Goncálvez— era aterrador e incomparable. Aún no puedo entender cómo los pescadores pueden hacerse de cantidad de corvinas y otras especies en medio de este reservorio que en otrora almacenara aguas de seda y deslumbrara a don Alonso de Ojeda: primer europeo en recorrerlo 1499. 

Lago que inspiró a Baralt…/Lago que inspiró a Udón Pérez…/Lago donde las Mujeres…/ Se bañan para hermosear. Así dice una estrofa de la gaita «Lago de Maracaibo» del poeta zuliano Rafael Rincón González: una de las tantas que dedicó al lago cuando era de aguas diáfanas. 

En 1930 Ciriaco Goncálvez navegó el lago a punta de vela y canalete sin mostrar agotamiento y preocupación. A dondequiera que mirase había esa fuente de vida para  hidratarse: solo tenía que extender su mano con una totuma para alcanzarlo. En ese tiempo había agua para calmar la sed de Venezuela por los siglos de los siglos. Qué ironía.

El regreso

Cuando el alba despuntaba con todo su esplendor por el este comenzamos a recoger nuestros aperos. En minutos estábamos dentro de las embarcaciones prestos a regresar a casa. Ronaldo y Nelsito fueron a recoger el chinchorro extendido alrededor de la estación. Nelson dio varias vueltas, exigiendo el motor de Sergineth para despejar el petróleo y facilitarle a los marinos de la lancha Lina la recolección de la red. Ronaldo, quien tiene nombre de futbolista, pero practica básquet como un profesional, empezó a desenredar la abundante cosecha de robalos y corvinas que traía la malla de punta a punta. Mientras tanto, los marinos de Sergineth regresábamos por la red dejada en las proximidades de la gabarra Tritón, casi con el mismo resultado.

El amanecer en el lago es deslumbrante y hermoso. El esfuerzo de la naturaleza por regenerarse y mantenerse es increíble. Esa prodigiosa capacidad la vemos en la cuenca del lago de Maracaibo a la que tributan infinidades de ríos. El lago a la vez drena sus aguas al mar. Esa constante depuración para mantener el equilibrio ambiental es lo que ha permitido a mis amigos Nelson y Ronaldo encontrar todavía especies tan apreciadas como las que habían capturado. ¿Hasta cuándo gozarán de ese privilegio? ¿Hasta que el Creador lo determine? Tal vez. Pero eso será también posible cuando una simple palabra que define parte de nuestra actitud se ponga en práctica: Conciencia.

Cuando veníamos de regreso el capitán Goncálvez divisó una lancha que se aproximaba a toda marcha en nuestra dirección. En seguida le pidió a su yerno Fulgencio, quien además es su primo, un revolver calibre 38 que guardaba en una envoltura de cosméticos. Él la empuñó con discreción: 

—¡Preparémonos, parecen piratas! Si nos hacen un disparo al aire, para que nos paremos, tiro directo al bote! —exclamó, manteniendo la resolución.

La lancha con dos tripulantes desconocidos disminuyó la velocidad cuando se hallaba a pocos metros de nuestro rumbo, luego de manera súbita, reanudó su marcha como si nada. La postura de la mano derecha de Nelson introducida en el bolsillo del mismo lado de su braga de color rojo los inquietó. Les hizo pensar que estaba armado.

Vivimos momentos de tensión, pero gracias a Dios se fue disipando a medida que el bote pirata se alejaba y apareciera  en nuestro sendero un  hermoso desfile de toninas. Solo las había visto en películas y nunca imaginé que formaba parte de la variada fauna lacustre.

La vida bullía de nuevo alrededor del Caño la O. La brisa hacía volar las hojas amarillentas de los manglares, las gaviotas, garzas y buchones exhibían sus cabriolas sobre un cielo que acababa de despertar. En cambio, las aguas que ondulaban hacia la costa continuaban oscuras a pesar de la claridad  proyectada desde levante con forma de un halo de luz.

@marcelo.moran