—Pasaremos aquí la noche —dijo el viejo Virgilio Polanco a su nieto.
Habían llegado a un paraje formado por un tupido bosque de cujíes. En el centro, había un bohío techado a medias con palmas y completado de manera armoniosa con yotojolo (fibras resecas de cardón). El desierto rugía por la acción de un viento que parecía a la vez la fusión de muchos vientos. Ellos lidiaban desde Castilletes con un arreo de vacunos que el viejo pretendía conducir hasta Maracaibo.
Después de bajar de las monturas sacudieron a sombrerazos el polvo adherido a sus cuerpos. Luego se dirigieron hacia el bohío, donde un hombre de rostro taciturno, insuflaba la candela con un sombrero desde un fogón de barro en el que se arremolinaba una docena de extenuados viajeros. La noche estaba por caer y no había mejor escenario que ese sitio colocado adrede en medio camino para el descanso de los que aspiraban recorrer —como ellos— una distancia superior a doscientos kilómetros.
El adolescente de 13 años, además de cansado estaba aburrido. Deseaba caer en profundo sueño y despertar al otro día en Maracaibo, para ahorrarse de ese modo un mes de marcha.
Un rato después, la tertulia dominaba el auditorio a cielo abierto donde un cacho de luna parecía imitar la forma de los chinchorros colgados por la docena de viajeros que reposaba antes de reanudar la marcha a diferentes destinos. El muchacho quería dormir, pero era perturbado por el rumiar de los animales que se apilaban como sardinas en un corral hecho con cardones… De pronto fue derribado por el tropel armonioso de una narración bien llevada y cuyo comienzo era así:
“Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha.”
Y el final era de esta manera:
“Transcurre el tiempo prescrito por la ley para que Marisela pueda entrar en posesión de la herencia de la madre, de quien no se ha vuelto a saber noticias, y desaparece del Arauca el nombre de El Miedo y todo vuelve a ser Altamira.”
Esa lejana noche de 1938 nadie durmió comentando el relato de un hombre alto y de voz grave, que maravilló al auditorio a cielo abierto durante cinco horas. El muchacho también logró escucharlo completo y a hurtadillas: se llamaba José Antonio Polanco y había nacido en Ichitki (actual Uribia, Guajira colombiana) el 14 de julio de 1925. Era nieto paterno de Bartolo González Jusayú (Asijushi) con el que vivió hasta cumplir los 10 años. De Uribia se mudó con su madre María Graciela Polanco, (la Catira) a Paraguaipoa y comenzó a estudiar primaria bajo la tutela del maestro Orángel Abreu Semprún hasta 1943.
En períodos vacacionales y luego al término de su primaria, José Antonio recorrió con su abuelo materno Virgilio todos los rincones de la península a fin de mantener el próspero comercio de ganado. En ese incesante traslado desde Makuirra hasta las sabanas de Cojoro y Paraguaipoa no hubo acontecimiento o historia contada en jayeechi que no escapara de su curiosidad. Para esa época ya había escuchado hazañas de personajes legendarios como Coquibacoa, Arijira, Capitancito, Cachimbo, Uyeipala, Wunúpata, Maneto y la cruzada de 1921 contra el coronel Reyes. Cuando no estaba a su alcance, la obtenía de su abuelo, que era una suerte de enciclopedia a caballo.
A finales de 1943 regresó con su madre a Maicao y en 1946, fue a labrarse un mejor destino a las haciendas de Santa Bárbara del Zulia en el occidente de Venezuela. La sequía comenzaba a diezmar los vestigios de fertilidad dejados por las últimas lluvias y el comercio de ganado hacia Maracaibo había tenido un brusco descenso a pesar de la alta demanda. Pero esos avatares no fueron las razones que llevaron a Polanco a dejar Maicao y a su abuelo Virgilio. Hubo un antecedente que dio un giro inesperado y marcaría para siempre la vida de su familia.
Un primo de María Graciela, llamado Makunta Apushana había observado a la también adolescente María (hermana menor de José Antonio), quien apenas cumplía con el encierro a que someten las niñas al entrar en pubertad siguiendo la rigurosa tradición wayuu. Makunta ideó un plan después de observar los atributos físicos de la chica. Pidió a María Graciela que hospedara por unos días a una joven llamada Carmelita (quien era una de sus mujeres) mientras él hacía unos arreglos en otro lugar. Una noche, se apareció borracho en la enramada donde dormía la tal Carmelita y armó un zafarrancho más propio de un pendenciero de oficio que de un líder familiar. Fingió ver a un hombre que rondaba el chinchorro en el que dormía Carmelita, y empezó a gritar: “¡Ese, es José Antonio! Es José Antonio! Lo voy a matar porque se quiere coger a mi mujer!”
El inocente José Antonio, quien dormía en otro extremo del patio, al lado de su mamá, despertó sobresaltado y huyó a toda carrera a un destino incierto amparado en la oscuridad. Su talante mesurado no iba a frenar en ese instante los arrebatos de un hombre ebrio, de dos metros de estatura y armado de un revólver.
Al siguiente día, Makunta se presentó exigiendo como compensación al (supuesto agravio cometido por José Antonio) a la joven María.
—Para no matar a José Antonio, quiero que me entreguen a la que está encerrada. Será mi mujer —dijo Makunta en completa sobriedad.
La madre sin más alternativa y presa del terror, entregó la muchacha sin recibir a cambio la dote que se acostumbra procurar en estos casos. No obstante, un hermano de la Catira, llamado Eduardo Paz y hermano paterno del cacique Elisaúl Paz, Yajaira, pretendió hacerle pagar a Makunta la afrenta. Eduardo era de fuerte contextura, de aspecto caucásico y medía más de 1,90 m de estatura. Pero otro hermano de María Graciela, llamado Trinidad lo disuadió y las cosas no pasaron de allí.
Doña Bárbara en La Guajira
Polanco trabajó tres años en Santa Bárbara del Zulia, primero como bracero y luego como capataz de finca. En 1949 fue reclutado y llegó a cumplir con el servicio militar en la ciudad de Caracas. Transcurrido el primer año en el cuartel Conejo Blanco, un soldado compañero de litera le facilitó un libro: Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos. Obra que leyó en tres días. Con la lectura pareció regresar a aquella noche de 1938 cuando la oyó en un teatro a cielo abierto en voz de un cronista extraordinario, que desmenuzó los 41 capítulos de la obra con la magia de un rapsoda homérico.
Un torbellino de dudas pasó por la mente de Polanco. Y así, poco a poco comenzó su trabajo de investigación. Gallegos estuvo en la Guajira en 1941; dos años después de escuchar con su abuelo la fascinante historia de la mujer mandona, ¿entonces, cómo llegó a aquel viajero?
El ejemplar de la obra que tenía en sus manos dio algunas pistas: era una edición de 1950. En una de las páginas preliminares se indicaba que la novela había sido publicada por primera vez en España, en 1929. Es decir, diez años antes de su audición en aquel paraje borrascoso de La Guajira.
—Era insólito. Ese último dato no me dejó dormir en varios días —me diría Polanco muchos años después.
Tras cumplir con el servicio militar en 1951, encontró trabajo en la CANTV (Compañía Anónima Nacional de Teléfonos de Venezuela). En el cuartel se había especializado con equipos de telecomunicaciones. En 1952 cuando esta corporación fue nacionalizada, Polanco formó parte de la directiva sindical, quedando para la historia como uno de los fundadores.
Ese mismo año conoció por casualidad a los profesores Ángel Rosenblat, Miguel Acosta Saignes, Walter Dupuy y Martha Hildebrant, después de que un colaborador del diario Ultimas Noticias ofreciera una versión errada de la cosmovisión wayuu. Polanco fue hasta la sede del diario y reparó el error con una cátedra que publicaron a página completa al siguiente día. Aquella aclaratoria fue seguida por ese grupo de investigadores que trabajaba en un proyecto sobre lenguas indígenas dirigido por la Universidad Central de Venezuela. Esa misma semana contactaron a Polanco y, en 1954, gracias a su asesoría, se edita el primer diccionario Español Guajiro como reconocimiento al pueblo wayuu de cuya existencia se sabía muy poco en esa Venezuela de entonces.
Polanco se casó en 1953 con una joven caraqueña llamada Elvia Henríquez, con la que procreó siete hijos. Pero el mismo año en que se enroló en la milicia había nacido en el sector El Moralito, de Santa Bárbara del Zulia, su primer hijo. La madre se llamaba María Larreal y el niño fue bautizado como José Antonio.
A finales de los sesenta Polanco estableció en Paraguaipoa una relación con Lola Fernández de la cual nacieron cuatro vástagos y a mediados de los setenta, se unió a Isabel Bracho, con la cual procreó tres hijos y pasó el resto de su vida trabajando como radiotécnico en esa comunidad rural del municipio Jesús Enrique Lossada.
Desde 1952 militó en el partido Acción Democrática y estableció amistad con varios dirigentes como José González Navarro, fundador de la CTV (Confederación de Trabajadores de Venezuela) quien fuera su mentor y lo iniciara en el campo sindical.
En ese período escudriñó en las bibliotecas de la Universidad Central de Venezuela y en el Ministerio de Justicia la documentación que Occidente había dedicado a La Guajira y se da cuenta de que era casi nula. Ante esa realidad, el Ministerio de Justicia, que tenía a su cargo la protección de los pueblos indígenas, le propone compilar en una publicación mensual (en formato de libro impreso en papel satinado) todo lo relacionado con la tradición wayuu. De esa manera Polanco comenzó a escribir en El Boletín Indigenista de Venezuela en una sección que él denominó: Noticias guajiras por un guajiro.
—¿Cómo aquel columnista no iba a escribir semejantes disparatesen Últimas Noticias, si en Caracas no había nada sobre La Guajira? Nada —declaró en una ocasión.
En esta publicación mensual escribió a lo largo de diez años artículos y ensayos como base para futuros trabajos antropológicos. Tanto así que su nombre aparece en infinidades de bibliografías, destacando la del etnógrafo francés Michel Perrin, en su libro El camino de los indios muertos (Monte Ávila editores.1980),que mereció varios reconocimientos en el mundo. Con esta iniciativa, Polanco se convierte en el pionero de los cronistas wayuu en Venezuela.
Tras los pasos del cronista
En 1953 Polanco toma sus primeras vacaciones y retorna a La Guajira después de siete años de ausencia. Trae regalos para su madre y sus hermanas y porta una cámara fotográfica con la que registra escenas de aquel ya lejano tiempo. Una de las metas que se había trazado era despejar aquella duda sobre la novela Doña Bárbara. Preguntando en muchas partes dio con el paradero del cronista llamado Masaachon González, quien vivía en el caserío Atpanatirra, próximo a Paraguaipoa.
El informante contaba para ese entonces (1953) con 60 años. Massachon al principio se resistía hablar con Polanco, pues creía que se trataba de un alíjuna (extraño para los wayuu). “No quiero hablar con alíjunas porque no entienden mi idioma, tampoco comprendo el de ellos”, había dicho.
Fue necesario enviar un emisario con el árbol genealógico del entrevistador para que Masaachon se convenciera de que era un auténtico wayuu. Fue entonces, cuando se enteró de quién era la abuela materna de Polanco con la cual tenía un lejano vínculo familiar por pertenecer también al clan Apushana. De modo que Masaachon no titubeó más, para conceder el ansiado encuentro.
Tres días duró aquella plática inicial que Masaachon celebró con una parranda. Estaba absorto por la fidelidad con que el joven reservista recordaba aquel monólogo presentado ante un puñado de trasnochados, trece años antes.
En ese ambiente colmado de comilonas e interminables conversaciones, Polanco no pudo resistir hacer la pregunta por la que se había desvelado en los últimos dos años.
—Si usted no habla el idioma de los alíjunas, ¿cómo pudo memorizar y contar con tantos detalles la novela Doña Bárbara?
El narrador replicó con una candidez tan pura sin imaginar la trascendencia de su respuesta:
—Me la contó un paisano que trabajaba conmigo en una hacienda de Perijá. El día que narré aquella historia, regresaba de allá después de trabajar tres años como peón. Él sabía leer libros; en cambio yo, no tenía la menor idea de lo que era una letra del lenguaje de los alíjunas. En mi niñez, no había escuelas en La Guajira.
Como el idioma wayuunaiki no tiene escritura, sus hablantes compensan con la memoria esa limitación, tal como se plantea en el caso de este genial narrador nativo de Alpanatirra.
En la extendida conversación Polanco recordó a Rómulo Gallegos. Habló de su rol como político y escritor. En ese momento sintió una deuda moral con el narrador de 60 años, y por ello, es él, quien asume el papel de cronista y cuenta en wayuunaiki la novela Sobre la misma tierra.
En 1941 Gallego visitó La Guajira. Fue invitado por el cacique Torito Fernández y su yerno Nemesio Montiel (padre) Wushojolo. El Maestro permaneció varios días recopilando datos para darle cuerpo y alma a Sobre la misma tierra; su última novela de tema venezolanista.
Esa iniciativa de Polanco prolongó su estadía y por supuesto la parranda por una semana. “Ese Gallegos cuenta las historias como nosotros los wayuu”, le dijo Massachon en aquel momento.
Un día, ni las relaciones con políticos, académicos ni la comodidad de su familia caraqueña pudieron contener un llamado silencioso que empezaba a resonar en su mente como redobles de tambor. Un hombre que había formado su conciencia en la milenaria tradición wayuu no podía resistirse a aquel llamado del alma, del cosmos y sucumbió ante él.
Polanco regresa a Maracaibo en 1965 después de vivir casi dos décadas en Caracas y funda al año siguiente en Machiques el primer sindicato de trabajadores lácteos, donde permanece hasta 1970. Como hecho curioso, no volvió a escribir. Ni siquiera una frase sobre tantos temas hermosos que aún atesoraba en su memoria y merecían ser divulgados.
Un domingo de 1984 lo visité en su casa ubicada en las adyacencias de La Paz, municipio Jesús Enrique Lossada al oeste de Maracaibo. Me recibió con la efusividad de siempre. Mandó colgar un chinchorro de vistosos colores y después, su compañera Isabel, preparó un guisado de gallina para el almuerzo. En el patio había pequeñas plantaciones de yuca, plátano y caña morada. También picoteaban más de una docena de gallinas caseras que constituía el patrimonio familiar.
Mientras conversábamos encendió un tocadiscos que había reparado y hacía reproducir su canción preferida: Tío Juan de Alí Primera. Polanco era un seguidor de Alí Primera desde 1968, cuando el maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa abandona las filas de Acción Democrática y funda su propio partido político, MEP (Movimiento Electoral del Pueblo) con el que estuvo muy cerca de alcanzar la presidencia de la República. Perdió con el doctor Rafael Caldera por menos de treinta mil votos.
A mediados de 1984 lo acompañé a Caracas para visitar a su hermano el periodista Rafael Simón Polanco. En las diez horas que duró el trayecto en autobús conversamos de todo y no tuvimos tiempo para cabecear de sueño. Un café reparador espoleaba la plática en las paradas hasta arribar al Nuevo Circo al rayar el día. Y así, se planteó en la semana que duró nuestra estadía. En unos de esos recorridos por la capital fuimos a ProPatria, y me señaló la calle donde residió por los años cincuenta y donde aún vivían algunos de sus compadres.
Para ese tiempo sus carencias económicas le impedían comprar buenos libros de literatura. Pero lograba contener esa fiebre de lector voraz con novelas de vaqueros de Marcial La Fuente Estefanía que encontraba a precios irrisorios en puestos de periódicos y estuvieron de moda hasta comienzo de los ochenta. Después de leer estos libros de bolsillos, los guardaba en un cajón de madera, donde se contaban por decenas. En una de esas visitas domingueras me regaló varios ejemplares.
—Son muy buenos para matar el tiempo —me dijo aquella vez.
Polanco era alto, de mediana complexión y moreno. Una temprana calvicie acabó con su pelo rizado. Sus ojos eran pequeños y marrones. Usaba lentes correctivos para paliar los efectos de una miopía congénita. Cuando salía usaba camisa manga larga, pantalones de dril y un sombrero negro, borsalino. Era un excelente conversador y amante de la música venezolana producida en la segunda mitad del siglo XX.
En una de esas tertulias dominicales me contó el relato de Masaachon después de transcurrir más de cuatro décadas de su audición en aquel paraje polvoriento de La Guajira venezolana.
Varias veces le pedí que me acompañara a participar en el programa radial Putchipú: Nuestra cultura y arte indígena, que moderaba los sábados en Radio Selecta mi buen amigo el periodista Bernardo Fernández, (Minino). Pero mi petición no pudo convencer a este pionero de la escritura wayuu, quien aseguraba no estar en condiciones para hacer trabajar su memoria. “Ya estoy viejo para esos trotes”, me decía. De modo que aquel día no quise recordarle más el tema; solo me limité a pedirle que buscara a la una de la tarde el dial de Radio Selecta. “A esta hora ponen canciones de Alí Primera”, le sugerí, haciéndome el inocente. En seguida buscó el dial y sintonizó la emisora. En ese momento Bernardo hacía la presentación de El cantor del pueblo, su programa dominical en memoria de Alí Primera quien había fallecido a comienzos de ese año. Este espacio, de una hora, tenía como cortina el tema El Gavilán del larense Pablo Canela. Luego de concluir su acostumbrado editorial, Minino empieza a desglosar parte de la trayectoria de Polanco, recogida en una conversación previa conmigo. Cuando le asomé por primera vez el nombre de Polanco, Minino se sorprendió: “Creí que a esta fecha era un difunto. Es un personaje. ¿Cómo hago para localizarlo?”.
Aquel día, Bernardo, no solo le cursó la invitación para que asistiera al espacio sabatino Putchipú: Nuestra cultura y arte indígena, sino que le dedicó el programa. Como complemento, lo complace con el polo margariteño Palabras de luz, que escribiera Alí Primera para homenajear al maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa y fuera interpretado por José Montecano.Polanco oyó con agrado el programa dedicado en su honor.
—Ven, Isabel. Apúrate —llamó a su mujer—. Escucha lo que dicen de mí en la radio —expresó con orgullo y en un tono de candidez.
Más adelante me miró y agregó, sonriendo:
— Estuviste detrás de esto.
Fue así, como Polanco abandonó su destierro voluntario de veinticinco años y presentó su cara al mundo para demostrar que, “…no estaba muerto sino andaba de parranda”.
Polanco había llegado a mi residencia en San Jacinto, Maracaibo, un día antes para ir remozado al compromiso radial. Era su costumbre llegar temprano.
Bernardo inició el programa presentando a Polanco junto con otro grande de nuestro pueblo, el profesor Miguel Ángel Jusayú, para abordar sobre un tema poco difundido: la cosmogonía wayuu. La intervención de estos dos maestros de nuestra tierra hizo estallar el teléfono de la emisora al punto de celebrar juntos tres programas seguidos. Para el siguiente sábado, un productor de La Paz, de apellido Pulgar, que había escuchado en su finca la audición anterior, se ofreció para llevar a Polanco en su camioneta Caribe hasta la sede de Radio Selecta en la avenida San Martin y así también el sábado por venir. El ganadero estaba sorprendido, admirado; ignoraba que detrás de aquel hombre sencillo, reparador de radios, que tenía por vecino, se escondía un escritor.
En aquellos tres sábados hubo mucha participación y muestra de afecto por parte del público, entre los que se hallaban profesores universitarios, estudiantes, políticos y hasta viejos amigos de Polanco, que él ya creía difuntos. Para el periodista Bernardo Fernández los tres programas fueron inolvidables y únicos, porque el destino no volvería a reunir a estos dos grandes maestros que en distintos enfoques presentaron al mundo parte de la riqueza cultural de la Gran Nación Wayuu.
Hay un viejo dicho que refiere: “El hombre sabe donde nace pero nunca adónde va a morir”. José Antonio Polanco siempre lo supo como wayuu, y por ello acató aquel llamado de su tierra que marcó su retorno a mediados de 1965.
El 4 de octubre de 1990 falleció en Maracaibo a los 65 años rodeado por el afecto de su familia materna.
El periodista caraqueño Enrique Rondón Nieto le dedicó al cabo de un mes una semblanza en la revista dominical Estampas del diario capitalino El Universal. Así mismo, el profesor Tito Balza Santaella, quien coordinaba en dos periódicos del Zulia las efemérides Venezuela al día, lohomenajeó en 1991 al cumplirse el primer año de su partida. Desde entonces nadie lo ha recordado.
En agosto de 2012 sus restos fueron exhumados para dar cumplimiento al ritual del segundo velorio y, al siguiente día, fue despedido por sus sobrinas desde Guarero rumbo al majestuoso camino de las estrellas o Vía Láctea; según la tradición wayuu: sendero expedito hacia la eternidad.
@marcelomoran