Jesús Seguías: Un tal Gorbachov, el sepulturero de la oligarquía soviética

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La tarde del miércoles 15 de agosto de 1984 yo estaba afanado redactando un reportaje sobre la decadencia del socialismo en el mundo para la revista venezolana Bohemia. Era redactor de temas internacionales y políticos.

Serían como las 6:00 pm cuando recibo una llamada del corresponsal de la agencia de prensa soviética TASS-Novosti en Caracas para invitarme a visitar la Unión Soviética en octubre de ese año. No lo podía creer. No pudo haber sido más oportuna aquella invitación.

Llegué a Moscú a mediados de octubre de 1984. En el aeropuerto Sheremétievo fui recibido por Bartán, un periodista armenio que fungiría como mi guía (y quizás espía) durante ese viaje.

Con Bartán pude conversar mucho acerca del socialismo, el imperialismo y la URSS, pero conservando la obligatoria precaución que debía mantener en un país donde enviaban a los disidentes a un manicomio, o a la cárcel, o a la muerte.

Bartán tenía la misión (fallida, por supuesto) de convencerme acerca de las bondades del régimen soviético. Él vivió toda su vida en una cápsula totalitaria y aislado del mundo. Conmigo pudo descubrir el otro mundo.

Mi experiencia con Bartán fue muy reveladora de la descomposición de aquel gigante con pies de barro. En estos dos capítulos de mi libro “Al borde del desenlace”, el suicidio de una revolución (Amazon), cuento cómo supe por primera vez acerca de un campesino ruso llamado Mijaíl Gorbachov, el mismo que luego se encargaría de oficializar la desaparición de la URSS.

Comparto dos capítulos del libro (“La Moribunda Oligarquía del Poder” y Jaque Mate”) donde expongo cómo se suicidó la “revolución rusa”, y el rol de sepulturero que tuvo que asumir Mijaíl Gorbachov para dar por muerta definitivamente a la URSS.

La moribunda oligarquía del poder
En la Unión Soviética, al igual que en China y Cuba, no existen medios de comunicación que divulguen la versión contraria al gobierno. Y esa es justamente su mayor debilidad. Otro indicador de lo que viene.

La falta de libertad y de medios de comunicación públicos, para que los ciudadanos se expresen con libertad, es el origen de los errores que nunca se pudieron corregir a tiempo porque los niveles de alerta son inexistentes. Es casi misión imposible convencer a la Oligarquía del Poder que monopolizar todos los medios es un error capital.

Como contrapartida al coloso soviético, la sociedad estadounidense valora y defiende con pasión su derecho natural a la libertad. No permite que ningún funcionario, por más poder que tenga, mancille ese derecho. Sus presidentes son empleados públicos con fecha inmodificable de hacer maletas. Y no existe «reelección indefinida». El presidente de los Estados Unidos sólo puede ser reelegido una sola vez, para un total máximo de ocho años. Después de allí no les que da otra cosa que escribir libros, dar conferencias, viajar y criar perros. Así queda absolutamente claro que ellos son funcionarios públicos transitorios.

Entonces Bartán, ¿entre los Estados Unidos y la URSS, cuál pueblo vive en mejores condiciones, cuál goza de mayor libertad, cuál tiene mayor nivel de desarrollo y por tanto es más poderoso? ¿Cuántos norteamericanos quisieran vivir en la URSS y Cuba, y cuántos soviéticos y cubanos quisieran vivir en los Estados Unidos? No te molestes en responder. Déjalo para la reflexión obligada que deben estarse haciendo todos los soviéticos, los cubanos y los chinos de hoy.

Esa libertad para poder desplegar toda su individualidad es lo que hace poderoso a los Estados Unidos. La diversidad humana y cultural que allí reside es la base real de su gran poder. Superior a la militar y la económica. La diversidad humana, la tolerancia, la libertad y la propensión al cambio son sus principales fortalezas.

En los Estados Unidos reside el mayor crisol cultural del planeta. Es una sociedad estructurada para que cada persona sea respetada y sienta la libertad de crear, producir, de acuerdo a su libre albedrío, donde ella decida hacerlo y no donde decida algún burócrata del estado.

En términos generales, Estados Unidos es una sociedad donde los individuos se asumen como seres independientes y pueden, por tanto, desarrollar una inmensa capacidad para interactuar con las demás personas de manera fructífera. Es la sinergia en su mayor expresión constructiva. Sus niveles de responsabilidad social está entre los más avanzados del mundo. Cada quien sabe que sus derechos terminan donde comienzan los derechos de los demás. El estado es poderoso, ciertamente, pero para hacer respetar las leyes. Y su sistema de justicia garantiza la convivencia armoniosa de la inmensa mayoría.

Por supuesto, no hay sociedad perfecta, y Estados Unidos no puede ser la excepción. Al igual que en todos los países, allí hay mendigos, hay criminales, hay pobres, hay desigualdades, y hay injusticias. Y a los Estados Unidos, en particular, aun le quedan muchas lagunas que superar, pero ahí van… Y quizás algún día hasta se atrevan a elegir lo que hoy, en 1984, parecería una locura: un presidente negro. Ese día quedará sepultado de manera formal uno de los episodios más oscuros de esa nación: el racismo. Sólo quedarán casos aislados de discriminación, igual al que ocurre en todos los países del globo.

Cada vez que me toca analizar lo que caracteriza o define a un país, siempre intento enfocarme en la tendencia dominante, y no en los casos excepcionales. Allí sabremos cuáles países pueden definirse como pobres o como ricos, como justos o injustos, como tolerantes o intolerantes.

De manera que lo que en las sociedades normales son equivocaciones, errores, injusticias, en los lugares donde gobierna la Oligarquía del Poder son la principal fuente de privilegios; y bregan para que esos “errores” sean infinitos en el tiempo. Los justifican, inventan enemigos por doquier, son reactivos, buscan culpables externos a sus propios desaciertos, nunca asumen su responsabilidad, se convierten en paranoicos enfermizos, ven al imperio y a la oligarquía hasta en la sopa. La mentira y el cinismo se hacen cargo. Son su poder. Hasta el día que los errores los aplastan, porque nunca sirvieron para cambiar cuando había que cambiar.

Y justo allí, Bartán, y en ese momento, es cuando surge el desenlace fatal, y el olor a formol impregna todas las paredes del palacio.

Jaque mate
Luego de 14 días de grandes aprendizajes en mi viaje a la URSS, de haber compartido muchas experiencias con Bartán, me toca volver al aeropuerto Sheremétievo para tomar mi vuelo de retorno a Venezuela.

Unas lágrimas reprimidas se le escaparon a Bartán. Fue quizás el momento más difícil de mi viaje. Le bendije por que sé lo que tenía por delante.

Permitirme decir tantas cosas a Bartán sin que me hubiesen llevado a prisión o enviado a un manicomio, fue la mayor revelación del desplome del gigante rojo. Ya no había ganas de seguir peleando, ya no quedaban municiones en el arsenal de argumentos momificados, más bien había ganas, muchas ganas, de escuchar la “otra verdad”. Y eso fue lo que hice con Bartán: decir lo que tenía atascado en la garganta como una espina de tiburón. Agradezco infinitamente su paciencia para soportar a un latinoamericano que, al igual que él, cargaba mucha frustración y decepción en su alma.

Nunca quise publicar esta experiencia para no hacerle daño a Bartán. Espero no estar haciéndolo ahora.

El avión de Aeroflot me deja en Lima (Perú), donde tenía que tomar otro vuelo a Caracas la tarde del día siguiente.

Sergei, el corresponsal de Tass-Novosti en Perú, me recibe en el aeropuerto de El Callao y me instala en un hotel de Lima. Promete pasarme a buscar para cenar.

A las 6 PM estaba en el lobby del hotel. El plan era dar primero un recorrido por Lima para que yo la conociera. Apenas me senté en su pequeño vehículo, me preguntó:

—Cuéntame, cómo te fue en la Unión Soviética.

Pensé cuidarme de decir nada a nadie hasta llegar a Caracas. Pero no me contuve. Ya en Lima es otra cosa. Difícilmente habiliten una cárcel o un manicomio para encerrarme.

—¿De verdad quieres que te diga todo lo que pienso de mi viaje?

—Por supuesto, habla con confianza.

—Está bien…

Y allí me largué a hablar durante más de dos horas. Creo que recorrimos casi toda Lima. Sergei no pronunciaba una palabra, sólo escuchaba y fumaba con la misma intensidad con que lo hacían las putas del Hotel Rossia donde me alojé en Moscú. Nunca me interrumpió. Cuando terminé de contarle toda mi amarga experiencia en la URSS, sólo se atrevió a pronunciar una sola oración, y nada más que una, y que para mi fue como una sentencia premonitoria:

—Tienes toda la razón en tus observaciones y críticas acerca de la URSS. La juventud soviética sólo está esperando que llegue Gorbachov al gobierno. Allí acabará todo.

—¿Y quién es Gorbachov?, pregunté sin tener miserable idea de quién se trataba este personaje convertido en esperanza de este soviético.

De allí fuimos a cenar y no se tocó más el tema. Sin duda, no quería hablar más de la cuenta.

Al año siguiente de mi visita a la URSS, en 1985, fue cuando por fin supe quién era Mijaíl Gorbachov. Un experto en asuntos agrícolas y neófito en asuntos militares acababa de asumir la secretaria general del Partido Comunista de la Unión Soviética, lo que automáticamente lo convertía en el hombre más poderoso del Kremlin. Con su gestión se inicia el Glásnost (la apertura) de aquel mundo encapsulado, y la Perestroika (la reconstrucción) de una nación destruida no por los misiles imperialistas sino por los propios errores de una burocracia suicida que nunca quiso asumir su responsabilidad, y que siempre buscaba un culpable externo a sus fracasos.

El imperialismo, la oligarquía económica, los terratenientes siempre han sido los sempiternos comodines a los que apelan los estados socialistas cuando quieren liberarse de la crítica.

Fue Ronald Reagan, entonces presidente de los Estados Unidos, quien se encargó de cantar el jaque mate al coloso rojo sabiendo de su descomposición interna, de su fracaso económico, de su fracaso moral y político. La URSS, un país que no tenía mortadela, ni leche, ni papel sanitario, ni nada, no podía competir con los Estados Unidos, y afrontar el nuevo reto que les imponía Reagan con mucha astucia: la Guerra de las Galaxias.

Y allí comenzó a desmoronarse como un castillo de arena todo aquel imperio del poder rojo mundial, tras 72 años de intento fallido por imponer una revolución que no conducía a ningún lugar. Allí terminó la Guerra Fría. A los cuatro años siguientes (1989) derriban el Muro de Berlín. La URSS, que gastó todo el dinero del mundo en armas para derrotar al “imperialismo yanki”, se derrumbó solita, sin que mediara siquiera una miserable balacera de botiquín. Ellos mismos se derrotaron. Ellos mismos fueron los verdaderos autores de la «guerra económica» que los expulsó del poder. Sencillamente, ellos se suicidaron.

El propio Lenin se los advirtió tempranamente cuando dijo que el gran sepulturero de las revoluciones era la economía. Pero la ambición de poder, la arrogancia, y las torpezas impedían ver más allá de lo que sus esquemas cerrados les permitían. Así terminan todas las oligarquías del poder.

El haber dejado pasar tanto tiempo sin rectificar, hizo que el impacto de la derrota fuese mortal. Ahora no sólo se elimina la propiedad estatal y las comunas, no sólo se autoriza de nuevo la propiedad privada, sino que se disolvió la URSS y, lo peor, se decreta la ilegalidad del partido comunista (Hoy esta legalizado de nuevo, pero ocupa un lugar marginal en la política rusa). De ese tamaño fue el error de no haber rectificado a tiempo.

Pero lo más lamentable para el pueblo soviético fue que pasaron 7 décadas viviendo del estado benefactor, lo cual distorsionó por completo su cultura para el trabajo, atrofió su espíritu creativo, competitivo, innovador, lo cual ha pesado como el Himalaya a la hora de competir con las actuales economías gacelas del mundo.

Hasta el sol de hoy, los rusos no han podido levantar cabeza. Siguen atascados en una brutal crisis existencial: ya no son comunistas pero les cuesta asumir el post capitalismo. Vladimir Putin, su actual presidente, es un nacionalista de derecha pero actúa con la misma arrogancia y abuso de poder de los jefes comunistas del pasado. (A eso temen los ucranianos de hoy).

En cambio los chinos, quienes pasaban por igual o peor situación de desmadre que los soviéticos, toman la sabia decisión de dar un viraje radical a tiempo, y llevan al paredón no a sus enemigos políticos sino a sus inútiles conceptos económicos socialistas-comunistas, clausuran más de 90% de todas las comunas que existían, y se abren al capital privado de manera agresiva y masiva.

Desde 1979, Deng Xiaoping, el mismo que se opuso al colectivismo y a la Revolución Cultural en China, asume sin complejos y sin dogmas que le amarren, la conversión de China en un país capitalista. Se salvaron en la raya. Hoy, China es la segunda nación más poderosa de la tierra. Sencillo. Elemental.