Cuando despertó a las cinco de la mañana la plaza aún estaba desierta. Quizás era sábado o domingo. Solo lo asechaba en la distancia la mirada perpetua de don Luis Carlos Galán.
Luis Franco fue reprobado en el examen físico tras presentarse como voluntario en un destacamento de la Armada venezolana. Aspiraba ser soldado. Aunque la milicia no era su mayor vocación, privaron más sus penurias: allí esperaba tener el desayuno, almuerzo y cena que no podía procurarle con regularidad su madrasta, la generosa señora Mercedes Adarmes.
Luis es un muchacho de 20 años que reside en Silencio Sur, un barrio de la parroquia Venezuela del municipio Lagunillas del estado Zulia. Es moreno, espigado y de lento andar. Él dice que mientras camina los seis kilómetros que separa su casa del Caño La O, sueña con lo que va observando. De pronto se ve conduciendo un vehículo de última generación, otras veces se ve luciendo un traje caro con la elegancia quizás de un ejecutivo en una gran corporación mundial. Así va idealizando su porvenir hasta llegar al pequeño muelle donde les presta ayuda a varios pescadores que regresan de diferentes partes del lago de Maracaibo. Estos como compensación le regalan bagres, lisas y corvinas para reforzar el sustento en casa de la señora Nieves, el resto lo vende para los paliativos.
Luis siempre viste pantalones cortos, azules, al nivel de las rodillas, que ha reciclado de viejos uniformes escolares. Combina esas prendas con cualquier tipo de franela o camiseta. Calza cotizas de plástico para preservar sus zapatos, que solo usa en ocasiones especiales. Sobre todo cuando su madrasta lo invita una vez por temporada a un servicio religioso: ella es evangélica.
Una mañana en que regresaba —claro está— soñando desde el caño La “O”, fue interceptado por una comisión de la policía científica y llevado a la delegación de Ciudad Ojeda en calidad de sospechoso. Había sido confundido con un huele pegas, pero dos horas más tarde fue dejado en libertad. Para Luis, aquella mañana de febrero de 2016 se convirtió en una experiencia aterradora. Por primera vez una escena extraña se interponía en la trama del maravilloso sueño recreado.
Luis egresó en 2015 como técnico medio (mención Mercadeo) del liceo Raúl Cuenca de Ciudad Ojeda donde sobresalió como uno de los mejores de su promoción. Quería trabajar. Para ese propósito vendió su celular; un potecito con raspaduras que conservaba desde hacía cinco años, y con el dinero adquirido mandó reproducir treinta y dos copias de un currículo que reflejaba solo como dato de interés su excelente promedio académico. Hasta entonces no había desempeñado un trabajo formal. “Ya es el momento de tenerlo”, decía.
Luis recorrió a pie durante varios días todas las empresas instaladas en la zona industrial de Ciudad Ojeda dejando en las recepciones el escueto currículo. A la siguiente semana hizo lo mismo con las pocas empresas localizadas en Las Morochas, pues la mayoría fueron expropiadas por el gobierno de Hugo Chávez Frías en 2008. Luego repartió otras copias en los establecimientos comerciales en el centro de la ciudad, pero a lo largo de un año no recibió respuesta.
Después de presentarse en la unidad de conscripción, al siguiente día fue enviado a Maracaibo en un camión junto con otros nueve reclutas para someterse a los exámenes de admisión. Era la primera vez que visitaba la capital del estado Zulia adonde ya se imaginaba en un cine ataviado con el regio uniforme militar y dándose aires marciales. Pero un viejo antecedente de epilepsia afloró en los resultados y echó por la borda su esperanza de encontrar una mejor vida en las filas de la Armada nacional.
Luis retornó con la misma bolsa de plástico en la que había llevado sus constancias de estudios y una muda de ropa después de despedirse del vecindario dos días antes. Se sentía apenado luego de contarles a los vecinos su última derrota. Pero los pocos amigos que lo conocían desde hacía diez años no le creyeron la versión del cuadro epiléptico, pues en ese tiempo nunca lo vieron convulsionar. Oswaldito González, quien cursaba también Mercadeo en el liceo Raúl Cuenca, aseguró que el motivo del rechazo fue otro: el estrabismo.
Luis sufre de estrabismo en el ojo derecho y quizás fue determinante en el resultado del examen médico. Un bizco –según González– nunca sabría en qué dirección apuntar un fusil, situación que pondría en riesgo la integridad de los compañeros de armas. Sin embargo, Luis desestimó la chanza de su amigo y prosiguió buscando otra opción para enfrentar sus carencias.
Luego de superar aquel ingrato revés del destino volvió a madrugar en los principales supermercados de la ciudad para guardarle el puesto a su madrasta; una señora mayor de 60 años, que como la mayoría de las amas de casas, busca alternativas para evitar los estragos de este nuevo trajinar doméstico.
Luis empezó a leer desde los cuatro años, cuando su padre llevaba de manera sensata un ejemplar del diario Panorama. Él reafirma la palabra “sensata”, porque el viejo parecía no tener cordura para otras cosas, como el trato que debía procurarle. Pues siempre lo consideraba como un animal detestable. Aun así, Luis no le guarda rencor, al contrario, lo sigue estimando.
En la biblioteca del liceo, Luis continuó leyendo libros relacionados con sus asignaturas y otros que iba descubriendo en los contenedores de basura apostados en las calles. Un día en esas requisas indeseables, pero algunas veces imperiosas, encontró ejemplares de La Regenta de Leopoldo Alas, La Cartuja de Parma, de Stendhal y Niebla de Miguel de Unamuno. Estos clásicos estaban mojados y, para recuperarlos, los expuso al sol durante una tarde. Cuando los recogió, se habían inflado como los pliegues extendidos de un acordeón, pero por fortuna las hojas estaban completas y no se habían pegado. Al cabo de diez días ya eran libros devorados.
A mediados de 2015 un vecino le prestó A sangre Fría, de Truman Capote y La isla del tesoro de Richard L. Stevenson: obras que leyó en cuatro días con desbordado interés. Luego vendrían Vidas paralelas e Historias por descubrir del escritor venezolano Edinson Martínez, y setenta y tres títulos más.
Luis asegura haber encontrado en la trama de los libros la estabilidad emocional que nunca recibió de sus padres. No ve a su mamá desde que él tenía cuatro años. Hace poco le dijeron que vivía en Santa Bárbara del Zulia. Su papá es un hombre lunático e impredecible. Más de una vez se vio en la necesidad de pedirle refugio a su vecino Justiniano Valderrama para evadir los inesperados arrebatos del viejo.
Luis cree que la enseñanza de la vida no solo se consigue en los hermosos pasajes de las Sagradas Escrituras, sino también en la trama de algunos libros, y pone como ejemplo el caso de Jim; personaje de La isla del tesoro. Un adolescente animado por el espíritu de la aventura alcanza el objetivo que se había trazado sorteando todo tipo de pruebas. Así mismo ocurre con Santiago, el viejo pescador y personaje del libro El viejo y el mar de Ernest Hemingway, quien logra capturar un enorme pez espada después de librar una titánica lucha en el mar, pero solo consigue regresar a tierra con el esqueleto, como muestra de su sorprendente hazaña. La bruja de Portobello”, del brasileño Paulo Coelho también le dejó un cúmulo de enseñanzas.
Los domingos retorna del caño más temprano de lo común para escuchar la radio. Ese día varias emisoras dedican música de los años sesenta y setenta que lo hace transportar a un mejor mundo.
Uno de los vecinos que escucha este relato comenta:
—¿Cómo puede tener cobres para comprar libros, si no tiene ni para un paquete de harina pan? No creo que haya leído setenta y tres libros en año y medio… Ese Luis, parece más bien un tipo tarado.
—No los compra: se los presto y después viene a comentarlos con otros muchachos de su edad. Acaba de llevarse en este momento el número setenta y cuatro: Pedro Páramo, de Juan Rulfo —responde el amigo del devorador de libros al tiempo que lanza una mirada desdeñosa al vecino criticón.
* * *
La situación nunca mejoró para Luis. A principios de marzo de 2019, decide marcharse del país estimulado por las pisadas que iban dejando en las carreteras más de tres millones de compatriotas amenazados por el temible aguijón del hambre, la miseria.
Luis salió de su casa antes de salir el sol y llegó al viejo terminal de pasajeros de Lagunillas amparado en una cola que le dio un transportista de frutas desde el centro de Ciudad Ojeda. De allí caminó diez kilómetros hasta que un motorizado se ofreció llevarlo hasta la estación de gasolina de Machango (localidad del municipio Valmore Rodríguez) adonde llegó cerca de mediodía. En este lugar ayudó a un camionero a descargar veinte guacales con frutas. Como pago, el trasportista le entregó dos compactas manos de guineo. Almorzó con una, y la otra, la ofreció como pasaje a un chofer de por puestos para llevarlo a Mene Grande, municipio Baralt del estado Zulia. De este lugar, rodeado de fincas e instalaciones petroleras, continuó a pie durante tres horas rumbo a La Raya. “No sé cuánto caminé con el sol en la espalda. Quince kilómetros, tal vez”, recordó.
La noche acababa de caer cuando sintió que su cuerpo flaqueaba de cansancio. En el lado derecho de la carretera observó una enramada, se acercó a ella y quedó allí reposando hasta relajarse. La brisa fresca proveniente de la montaña lo fue reconfortando y se acostó sobre un piso pedregoso. Estiró el cuerpo todo lo que pudo y ni siquiera sintió las punzadas de las piedrecillas en su espalda. Al cabo de media hora fue despertado por un vocerío de hombres y por el chorro de luz de una linterna que apuntaba sin piedad sobre sus ojos, soñolientos. Luis se levantó sobresaltado.
—Ah, si es solo un muchacho —dijo un viejo que portaba una escopeta.
—Creí ver en la oscuridad, más personas —dijo otro más joven.
—¿Qué hacéis a estas horas por aquí? Pudimos confundirte con un ladrón de ganado. Este es nuestro sitio de vigilancia. Desde aquí cuidamos las vacas de la finca de enfrente. Habíamos salido un momento a cenar —explicó el viejo.
—No… No. Nada de eso, señor. Me acosté nada más a descansar. Voy a El Vigía a visitar un primo. No tengo pasajes y por eso ando a pie — respondió Luis, titubeando con una mentira.
—Por lo que veo eres muy atrevido. Bueno. En ese caso te damos una mano.
El viejo mandó a su ayudante y en menos de diez minutos regresó portando una bolsa que contenía: una botella con agua y un termo con café. Ambos le aseguraron que a menos de quinientos metros se encontraba una estación de servicios adonde podía pasar el resto de la noche, sin peligro. “Ahí vas a ver las luces”, dijo el otro.
Luis les dio las gracias y quince minutos después llegó al establecimiento iluminado y repleto a esa hora de camiones. Buscó un sitio solitario (al fondo del local) donde no podían perturbarlo las luces de los camiones y se tendió alrededor de unas plantas ornamentales. A las seis de la mañana fue despertado con apremio por el despachador de gasolina.
—Parate, chico. Estoy muy atareao. Pero primero te echáis un baño con esa manguera — señaló—. Ayudame a cargar este pimpinero pá despachale gasolina a los carros del gobierno.
Antes, el despachador lo invitó a desayunar yuca con queso.
Era cerca de mediodía cuando el despachador le consiguió una cola en un camión platanero hasta Caja Seca, jurisdicción del municipio Sucre del estado Zulia. El conductor, conmovido, por el relato de Luis, le obsequió cincuenta mil pesos colombianos y, al llegar a Tucaní, estado Mérida, le deseó buena suerte.
De Tucaní embarcó en un camión cargado de verduras hasta Colón, estado Táchira.
Luis iba montado sobre sacos de repollo y patata, y se sostenía de las barras en las que descansaba una lona verde desteñida. En uno de esos sacos descubrió una buena provisión de guineos del que echó mano hasta saciarse. Y para no dejar rastro de su travesura, tiraba las conchas en la marcha. Después de bajarse del camión, y darle las gracias al conductor, el ayudante le obsequió dos naranjas.
—Espero que la hayas pasado bien, allí arriba —dijo.
—Claro que la pasé bien, amigo —respondió el caminante, manoseando las dos frutas.
Luis llegó al anochecer a un puesto de la Guardia Nacional Bolivariana en Colón, localidad del estado Táchira y pasó el tiempo contándole a los funcionarios de turno las aventuras de Don Quijote de La Mancha. En la madrugada, fue apoyado por un joven sargento para embarcar en una buseta con destino a San Antonio.
—Espero que le vaya bien. No es fácil tirarse a esa aventura — le advirtió el militar después de palmearle un hombro.
Luis llegó a destino a las cinco de la mañana. A la seis cruzó el río Táchira.
En ambos sentidos había desplazamiento de gente. El nivel del río estaba en su mínimo y se podía caminar sobre las piedras más salientes. Unos regresaban de Cúcuta después de comprar comida. “Otros como yo, apenas iban en busca de buena suerte”, comentó Luis después.
Luis observó centenares de personas cargando mochilas, maletas, colchonetas enrolladas. Niños sobre los cuellos de sus padres, ancianos, que iban montados sobre las espaldas de familiares más jóvenes para no sufrir traspiés sobre el pavimento húmedo e irregular. Era la misma escena arrebatada de una película de guerra: desasosiegos, sobresaltos y semblantes desaliñados por extenuantes caminatas y por muchos días sin comer.
Luis dice que no puede establecer comparación porque nunca ha presenciado una guerra. En más de setenta y cuatro textos que le prestó su vecino entre 2015 y 2017 y los cuarenta que leyó después hasta enero de 2019, esta experiencia solo podía recordarle la fuga de los israelitas desde Egipto, narrada incluso con imágenes fantásticas en el libro Éxodo de la Biblia. “Claro, el Mar Rojo, por donde los condujo Moisés, no se puede comparar nunca con el río Táchira. Pero los movía el mismo propósito: encontrar una tierra de redención”, añadió.
Una vez en territorio colombiano, Luis desayunó en un comedor habilitado por la iglesia católica para darle asistencia a esa avalancha incontenible de compatriotas venidos desde Táchira. Luego, preguntando, pudo llegar al centro de la capital, cuna del prócer independentista Francisco de Paula Santander. Como ya disponía de dinero para hacer una llamada, llegó a un puesto para solicitar el servicio.
Se comunicó con la señora Pamela Adarmes (hermana de su madrasta) quien vivía en el sector Tumeremo, al este de Cúcuta y a diez minutos en vehículo. La señora le indicó la dirección y al cabo de media hora estaba sentado frente a ella, tomándose un café y explicándole la razón de su viaje.
La señora Pamela le presentó a su hijo, Rosualdo, quien posee una finca en una localidad montañosa del municipio Tibú a seis horas en vehículo desde Cúcuta. Rosualdo es un hombre cuarentón, moreno, alto y de mandíbula cuadrada. Doblegado por la imposición de su madre aceptó a regañadientes darle trabajo a Luis, quien tendría que pastorear cincuenta y tres vacas, mantener cinco hectáreas de yuca y talar una extensión similar de monte.
Ese mismo día, antes de irse la tarde, llegaron a la finca La Morada, que por lo intrincado de su ubicación debió llamarse El Destierro.
Era una finca de trescientas hectáreas rodeadas de cerros tupidos de árboles y otros pelados que asomaban brillantes peñascos de carbón. Al anochecer, como un ritual, un viejo equipo de sonidos dejaba escuchar una estación de radio que trasmitía vallenatos hasta que entraba en su frecuencia la potente señal de una emisora de la guerrilla. Luis y otros cinco peones, no la escuchaban: preferían ir a las hamacas.
“Pasé siete semanas en esa rutina, como si estuviese en un cautiverio. No me mataba el trabajo de bracero, sino el aburrimiento. En ese mes, debí leer por lo menos cinco libros.”, recuerda Luis con pesar.
Una madrugada se escuchó varias detonaciones cerca del corral de las cincuenta y tres vacas que Luis pastoreaba. Luego, con más nitidez, un crujir de tablas, palos y, a continuación, el redoblar en el suelo de los doscientos doce cascos de un lado para otro: era una estampida.
—Señor Benito…Señor Benito, despierte. Creo que se están robando el ganado —gritó Luis, sacudiendo la hamaca en la que dormía el capataz Benito Luengo: un hombre de cuarenta años, de rasgos andinos, bajito y gordiflón.
—Es un cazador que… a esta hora… se antoja de jodernos la vida. Es amigo mío —declaró Benito bostezando—. Además, son las tres de la madrugada. Que siga echando tiros. Que me importa si a ese huevón lo muerde una culebra. Dejame dormir, no joda.
A las siete de la mañana Luis inspeccionó junto con el caporal la falda del cerro en el que se erguía el corral de las vacas. La cerca de madera que bordeaba el camino y separaba La Morada estaba en el suelo, y donde el cazador furtivo dejó en la marcha un conejo tiroteado. Más adelante, comprobaron que, una parte de la barrera perimetral de la finca estaba también derribada.
—¡Las vacas están en la siembra, carajo! —gritó el caporal como quien recibe de pronto un relámpago de lucidez.
Luis recorrió desbocado una distancia de doscientos metros hasta llegar a la plantación, exhausto. En su primer barrido visual no halló las vacas, sino los tallitos irregulares que habían quedado de la prometedora siembra de yuca. Más allá, en el fondo, estaban las cincuenta y tres vacas disfrutando de las últimas hojas del exquisito banquete madrugador.
Cuando Luis regresó para darle parte al caporal, el dueño de la finca acababa de bajar de su camioneta todoterreno y le hacía espera en el porche de la casa. Estaba de pie, rígido, vestido de vaquero, con las manos cruzadas al pecho exhibiendo un sombrero texano, que le daba un aire de forajido de un western. A un lado yacía el caporal, reservado, silencioso, con su barriga que tensaba hasta el límite los botones de su camisa y suspendiendo aún en una mano el conejo acribillado.
—Recoge tus vainas y te vas. No me sirves aquí —declaró el dueño y, dando la espalda, montó en su camioneta y arrancó rumbo a otra parcela, al fondo de la propiedad. El caporal entró a la casa portando el conejo y Luis lo siguió sin comentar la resolución tomada por el jefe: recogió su mochila y caminó medio kilómetro hasta la carretera asfaltada para esperar una buseta de Tibú que lo llevaría de retorno a Cúcuta.
—Me sentí contento porque ya no quería estar allí. El dueño nunca simpatizó conmigo. Me veía como un intruso. En una ocasión escuché que le decía al caporal: “Por nada del mundo se te ocurra mandar ese muchacho al otro lado de la finca. No me conviene”. Eso quería decir que, en esa finca, había otra finca. Una mañana, después de llevar el ganado a pastar a la falda del cerro más alto, me monté para comprobarlo a pesar de la dificulta planteada en una superficie irregular y pedregosa. Al llegar a la cima, el viento me tiraba de un lado para otro, pero con todo eso me sentí como un dios en la cumbre del cielo. Allí estaba como a medio kilómetro, al este de La Morada, lo que deseaba ver. Era una finca más organizada. Tenía una hermosa casona construida de tablas y, al fondo, se veía una radiante plantación cercada con alambre de púas donde trabajaba mucha gente. Con ese vistazo furtivo comprobé la naturaleza de la siembra.
Luis no regresó a la casa de la señora Pamela Adarmes. Cuando la buseta transitaba un tramo del municipio Los Patios, que limita por el este con Cúcuta, observó a orillas de la carretera una larga hilera de caminantes. Cien… doscientos. No era una marcha de protestantes sino una masa abigarrada de inmigrantes venezolanos que tomaba esa ruta rumbo a Bogotá en busca de oportunidades y mejor calidad de vida. Le pidió al conductor que parara, y bajó presuroso para incorporarse a ellos. Era cerca de las tres de la tarde.
—¿Para dónde va, señora? —le preguntó a una dama que presidía la caminata. Era robusta y rebasaba los treinta. Vestía todo de jean y estaba tocada con un sombrero playero, hundido hasta la nariz.
—Voy a Quito, Ecuador. El padre de ellos nos espera —señaló a dos niños entre diez y doce años que la seguían.
—La acompaño, señora.
—¿Usted también va a Quito? —dijo la mujer, sonriendo.
—Sí —vaciló Luis, enjugándose la cara con un trozo de papel.
Detrás de ella, casi al ras, destacaba otra mujer arrastrando una maleta. Era delgada, alta y treintona. Vestía también jeans, pero muy ceñido al cuerpo, y usaba gorra de beisbol de cuya ventana de ajuste asomaba una cola rubia.
—Soy de Guárico y me dirijo a Bogotá. Ya tengo trabajo, allá —aseguró, orgullosa sin que nadie se lo preguntara.
Desde el centro de la procesión destacaba un hombre de elevada estatura, flaco, macilento y de piel apergaminada. Era el más viejo del grupo y vestía elegante, al estilo de Gardel. Llevaba un sombrero borsalino, marrón. Una chaqueta con botones cruzados y un pantalón del mismo tono, descolorido, y muy holgado. Los zapatos presentaban grietas, polvo, y en antaño tal vez fueron marrones. Arrastraba con la mano izquierda una maleta y con la derecha marcaba sus pasos con un bastón de metal.
Al cabo de dos horas estaban en una larga fila esperando sus turnos para cenar bajo el resguardo de un amplio toldo de campaña. Por el rumor de voces y acentos desgranados era evidente que había representación de toda Venezuela. Se encontraban en el primer refugio en la localidad de Los Patios, de un total de nueve que hay habilitados en la ruta hacia Bucaramanga para socorrer al caudal de inmigrantes venido desde Táchira. Unos fueron instalados por entes como, la Cruz Roja, ACNUR, iglesias y, la mayoría, por personas particulares.
Después de comer, Luis exhibió alrededor del refugio sus nuevos botines deportivos. Se los había cedido la coordinadora del centro para reemplazar a los que trajo, desgastados, y por donde ya asomaban sus dedos sucios y con ampollas.
En un cajón de desperdicios encontró dos sacos de hule. Estaban limpios y olían a chocolate. Los sacudió y luego los metió doblados en su morral. Por una conversación que oyó entre dos vendedores de café, se enteró de que a tres kilómetros, al norte del resguardo, pasaba un río. Fue a comprobarlo. Se dio un baño y nadó en la orilla hasta reconfortarse. Al regresar, remozado, la noche empezaba a caer. Hizo otra cola y volvió a cenar. Tres panes que habían sobrado de su copiosa comida los guardó en el morral para degustarlos por el camino.
La mujer que aseguraba tener trabajo y, Luis llamó Mirta, se veía inquieta como si algo le preocupara. En tres ocasiones pidió prestado teléfonos para comunicarse con su contacto en Bogotá, pero la expresión reflejada en su cara deducía a leguas que sus intentos habían sido infructuosos. El anciano alto y elegante, cabeceaba de sueño en una silla, Se llamaba Hernando Tinorio. Tenía sesenta y cinco años, era de Calabozo, estado Cojedes y se dirigía a pie a Guayaquil a visitar un nieto. Aunque hablaba en tono muy criollo sus rasgos eran caucásicos.
A las nueve de la mañana del siguiente día, como en las competencias ciclísticas, un fogoso pelotón de treinta personas se separó del grupo y empezó a presidir la caminata rumbo a Pamplonita, al oeste y a cincuenta y dos kilómetros de Cúcuta. La carretera exhibía señalizaciones en ambos sentidos y no presentaba huecos en ningún tramo. Un cielo gris amenazaba con lluvia y, para evitarlo, le pidieron la cola a una buseta que conducía un pastor evangélico. El hombre de fe, cercano a los cincuenta años, les pidió que cantaran cualquier alabanza a Dios, para demostrarles a las autoridades, si la situación se presentaba, que allí viajaba la ferviente coral de su iglesia. Unos con otros intercambiaron miradas de perplejidad: nadie recordó en ese instante una alabanza. “Bueno, canten la canción que más recuerden”, exhortó el predicador, resignado. Fue entonces cuando un adolescente llamado Paco, con su voz, aún blanca, rompió desde atrás el desconcierto con el vals Venezuela, de los españoles Herreros y Armenteros. A continuación todos lo siguieron. El pastor conmovido con el entusiasmo de los treinta peregrinos también se unió al coro: “No paren, no paren. Es hermoso” Y con miradas intermitentes al retrovisor pudo darse cuenta de que todos los pasajeros cantaban llorando.
De esa manera Luis y sus veintinueve compañeros iban desfilando a cada momento a través de un paisaje de montañas, valles esplendorosos y climas templados que caracteriza a los imponentes Andes colombianos.
Arribaron a Pamplona después de mediodía no sin antes recibir del solidario pastor la bendición y los buenos deseos.
Pernoctaron en otro refugio de esta ciudad, de estampa colonial, habilitado por el gesto solidario de una familia. Al amanecer, reanudaron la caminata hacia el tenebroso Páramo de Berlín, ubicado a sesenta kilómetros de allí; trayecto que cubrieron en tres días.
En este lugar que se encuentra a dos mil ochocientos metros sobre el nivel del mar y donde la temperatura oscila entre cero y menos siete grados, murieron en agosto de 2018 diecisiete venezolanos por presentar hipotermia y trastornos respiratorios. “Esa información la escuché en los refugios de parte de miembros del equipo de socorro”, recordó Luis.
Desde los bordes de una carretera sinuosa, con barandas de protección, se veían los precipicios que rebasaban en longitud la altura de los cerros. El pavimento estaba resbaladizo y brillante por el rocío provocado por las bajas temperaturas.
A las cuatro de la tarde, cuando la neblina empezó a cubrir todo el entorno, abandonaron un peaje y puesto de control. Cada padre, madre, cubrían sus pequeños con chaquetas, camisas y reforzaban los punto débiles con envolturas de plástico. Luis estaba embutido en un saco de hule al que le había hecho tres orificios para asomar la cabeza y los dos brazos. El otro saco se lo facilitó a la chica de Guárico. “El saco me cubría hasta más allá de las rodillas, pero mis manos estaban desnudas y, así sin poder evitarlo, se iban volviendo moradas. Traté de apresurar el paso para alejarme de ese infernal sitio, pero no fue mucho lo que pude avanzar. Me cansaba. Mis veintinueve compañeros, incluyendo al anciano elegante, estaban en peores condiciones. Algunos ya presentaban problemas respiratorios. La mayoría reposaba en el suelo cuando un enorme camión cava emergió de un recodo con sus luces intermitentes. Lo identificamos desde una distancia, creo… de trescientos metros. Empezamos a manotear, a gritar: ¡Auxilio, socorro, nos está matando el frío! Para nuestra tranquilidad el camión se detuvo a veinte pasos. Corrimos. En seguida bajó el conductor a quien no pudimos identificarle la cara: estaba envuelto en un abrigo blanco, y reforzado con un par de frazadas de lona. Solo escuchábamos su voz aguda e imperiosa. ‘¡Apúrense, coño, que también me estoy congelando!’. No se preocupe”, le contestamos, ateridos.
Otro joven y Luis tuvieron que socorrer al viejo elegante. Fue una hazaña levantarlo y después introducirlo por la estrecha puerta del contenedor al punto de requerir ayuda del solidario chofer. Luego les tocó el turno al resto. “Entramos como una estampida de chivos. Al cabo de un segundo. ¡Clank!, sonó la puerta detrás de nosotros y, así, fue como mis veintinueve compañeros y yo nos salvamos aquel día”.
Dentro del camión se escuchaban respiraciones forzosas y de alivio. Unos improvisaban plegarias, otros encendieron celulares para acomodarse en ese recinto cerrado, vibrante y con fuerte olor a embutidos. El anciano elegante jadeaba sentado, y sus largas piernas contraídas rebasaban el nivel de su cabeza. Cuando pudo hablar, aseguró que medía 1,96 m.
Transcurridos cuarenta minutos empezaron a sentir mucho calor: el oxígeno se estaba agotando. Fue entonces cuando empezaron a golpear con zapatos las paredes de denso metal para llamar la atención del chofer. El vehículo paró en seguida. Se abrió la puerta del contenedor, y la cara de quien conducía se asomó radiante, bañada todavía por un sol a punto de sucumbir. Ya se había despojado de su abrigo de momia: era una mujer joven, morena, cuarentona y de acento costeño.
—Los dejo aquí. Buena suerte —dijo con una sonrisa al despedirse.
Pasaron la noche a orillas de una carretera. Cenaron con raciones de comidas rápidas que iban dejando algunos conductores de paso. Solo hubo un contratiempo: una señora de cuarenta y dos años, llamada Isabel, convulsionó después de comerse dos hamburguesas de pollo acompañada de un potente jugo de corozo. La dama fue conducida al Hospital Santander de Bucaramanga en la camioneta de un agricultor de la zona. Diez compañeros, que pretendían recortar distancia, aprovecharon la llegada del oportuno transporte y abordaron con ella hacia La Ciudad Bonita. El viejo elegante fue el primero en montarse con su maleta en el vagón posterior del carro de doble cabina. Esta vez lucía un traje azul, blanqueado, también estilo antañón, pero exhibiendo una corbata pajarita.
Más allá de medianoche cayó un aguacero. Cada quien trataba de guarecerse como mejor podía. Luis volvió a sacar su saco de hule, esta vez como paraguas. El otro se lo entregó a la chica guariqueña, que había amanecido gimoteando al no poder comunicarse con su misterioso benefactor de Bogotá.
—No te preocupes, Mirta. Cuando lleguemos a Bucaramanga lo llamas de nuevo —trató de animar el devorador de libros.
Después de caminar diez kilómetros llegaron a las once de la mañana a un refugio dirigido por personas particulares en el corregimiento de La Carcova, del municipio Tona, a 22 kilómetros de Bucaramanga. Almorzaron allí. }
Al caer la noche, un transportista de verduras que había vaciado su carga en otro sitio los llevó hasta la entrada de Bucaramanga. Antes, el chofer tuvo que desplegar las lonas dispuestas en forma de arco sobre la casucha del camión para que nadie lo viera circulando con los diecinueve inmigrantes venezolanos. “Si me para la policía. Le dicen que ustedes son trabajadores de mi finca y, los llevo, para hacer una comprita en la ciudad. Porque van a creer que estoy traficando con ustedes. ¿De acuerdo?”. ‘Sí. De acuerdo’, respondieron los pasajeros de manera simultánea.
Al cabo de quince minutos el camión fue detenido en una alcabala para una requisa.
—Buenas noches, caballero. ¿Qué lleva en el camión? —dijo un policía que manipulaba una linterna.
—Llevo los trabajadores de mi finca… a hacer una comprita…
—A ver…a ver —repitió el policía, levantando por un lado la loneta.
Alumbró a los rostros desencajados de los inmigrantes.
—De modo que van de compritas —observó el funcionario en tono de burla.
—Sí, señor —respondieron todos.
—Muy bien. Adelante —contestó el policía sin creer nunca el cuento de la comprita.
El camión arrancó. Y atrás, se escuchó en seguida un rumor acompasado de suspiros.
Una vez en La Ciudad Bonita, Mirta intentó llamar a su amigo Herquímedes, un sujeto tan extraño como el nombre que ostentaba.
—Está mal escrito. Es una mamadera de gallo. Debe ser Arquímedes, como el inventor griego —dijo Luis después de leer el nombre apuntado en una libreta de directorio telefónico.
—No. Ese es su nombre.
—Ese tipo tiene que ser maracucho.
—No. Es llanerito como yo. Lo conozco desde la primaria —aseguró Mirta con una mueca de coquetería.
Luis le facilitó cinco monedas de doscientos pesos que al final tuvo que dejarle al dueño de un teléfono de alquiler por el tiempo dispensado. Los tres intentaron llamar al misterioso Herquímedes, pero el celular, al parecer, estaba apagado.
La mujer estalló en llanto. “No puedo creerlo. Herquímedes, mi amigo, aseguró hace una semana que me esperaría en Bogotá. Ahora, qué hago mi Dios. Vendí el celular. Todos los corotos de mi casa para invertirlo en este viaje…”.
—Qué le vamos a hacer, Mirta —consoló Luis, exhalando hondo—. Todavía tengo cinco mil pesos. Vamos a comprar algo en esa panadería —añadió.
El olor a café, a pan, aceleró el apetito de los viajeros. El establecimiento era amplio e iluminado. Había varios clientes sentados y quedaban aún mesas por ocupar. Mirta fue quien se acercó primero al mostrador.
—Por favor, sírvame algo de comer. Lo primero que tenga listo…
El dependiente, un hombre mayor, delgado, y con un bigote al estilo de Hitler, ripostó, contrayendo el ceño y la boca:
—¡Hasta cuando nos joden la vida estos venezolanos de mierda!
—No vengo a pedirle, miserable. ¡Aquí tengo plata. Mire! — gritó Mirta, agitando en el aire el billete de cinco mil pesos.
—Váyase al carajo —respondió el hombre, dando la espalda.
Mirta retrocedió. Salió corriendo del local, arrastrando su maleta, seguida por las miradas atónitas de los clientes. Luis la secundó.
—Yo no iba a pedirle. ¿Qué se creyó ese hombre, Dios? Mejor regreso a Guárico, no aguanto esta vaina. Vamos amigo —le dijo a Luis, sujetándolo por un brazo.
—Mantengamos la calma. Allá hay una plaza, descasemos allí. En un rato intentaremos comprar en otro negocio.
Luis compró una bolsa de pan con dos jugos de guayaba y comieron sentados sobre una banca de concreto. Era una plaza extensa, hermosa y bien iluminada.
Después de la cena cayó sobre ambos una pesada somnolencia. Caminaron a otra sección de la plaza. Eran tal vez las diez de la noche. Había un puñado de gente circulando, jóvenes, que no podían evitar echarle una ojeada a la pareja errante. “A lo que se vayan, ponemos los sacos en la grama, y nos tiramos a dormir”.
Cuando despertó a las cinco de la mañana la plaza aún estaba desierta. Quizás era sábado o domingo. Solo lo asechaba en la distancia la mirada perpetua de don Luis Carlos Galán.
La plaza es amplia y está circundada por edificios gubernamentales. En sus áreas verdes hay también palmeras elevadísimas. Por todas partes se escuchaban aleteos de pájaros, tal vez palomas, que ya anunciaban la llegada del nuevo día. Mirta dormía aún cubierta por uno de los sacos de hule, cuando Luis la despertó. Ya era hora de emprender el viaje de regreso a Cúcuta.
Se encontraban en los predios de la Plaza Cívica Luis Carlos Galán, en el centro de La Ciudad Bonita. La pareja avanzó hacia el monumento de cuatro metros de altura para contemplarlo. Era una enorme cabeza de bronce, que recogía todos los rasgos del finado político bumangués y defensor de la democracia colombiana asesinado cerca de Bogotá en agosto de 1989, en plena campaña electoral.
. “El escultor que talló esa obra es un extraterrestre”, comentó Luis con admiración.
A pesar de que había llegado al anochecer y se marchaba en la madrugada, Luis quedó fascinado con los encantos de la Ciudad Bonita. Ese día, por primera vez, tuvo un sueño lúcido y alentador. Se veía camino de Ciudad Ojeda conduciendo un camión cargado de naranjas, muy doradas. El camión también era dorado, como el oro.
“Ojalá sea el augurio de un buen porvenir”, pensó mientras transitaba.
Luis y Mirta se trasladaron hasta las afueras de la ciudad a fin de enganchar una cola para Cúcuta. Como no lo consiguieron, fueron más al norte.
A mediodía llegaron a un parador de mulas y permanecieron deambulando de una esquina a otra sin resultados. Como dato curioso, en Colombia le dicen mulas a los camiones que transportan contenedores, conocidos también en Venezuela como gandolas.
Eran más de las siete de la noche cuando Luis caminó al lado de una hilera de camiones aparcados en el borde derecho de la carretera. Una fila similar se observaba en la orilla contraria. Los conductores permanecían cerca, conversando. Otros manipulaban sus celulares.
—Una cola para Cúcuta. Una cola, por favor.
Nadie respondió a la petición de Luis. Un chofer, que hablaba por celular, lo miró y, con gesto de mano, le señaló un aviso en la puerta: “No se aceptan pasajeros”. El devorador de libros quedó en medio de un espacio reservado con un cono de seguridad para otro camión. Le dolían los pies. Se sentó en cuclillas y en esa posición permaneció un buen rato. Su silueta se volvía un mosaico fantasmal por efectos de las luces intermitentes chispeadas por tantas gandolas estacionadas. En ese momento se percató de que Mirta se había esfumado. “¿Adónde se metería?”, pensó, buscándola con la mirada.
Desde el restaurante del parador, un hombre fornido salía con varias bolsas apretujadas a su pecho rumbo a la larga hilera de mulas. Era moreno claro y de semblante cincuentón. Por sus gestos, caminaba inseguro con la carga, hasta que una se destrabó de sus brazos y cayó, dispersando por el pavimento cuatro envases de leche pasteurizada. El hombre no hallaba qué hacer. Luis lo observó, y corrió en su ayuda. Recogió los cuatro cartones del suelo, los metió en la bolsa y después trató de colocarla encima de las otras. Pero ante el temor de que volviera a caerse, el chofer pidió a Luis que lo acompañara hasta el camión, ubicado de último en la fila y a la vez el primero para salir.
—Gracias —dijo el hombre fornido.
—De nada, señor. ¿Por favor, me puede dar la cola hasta Cúcuta?
El chofer no respondió. Exhaló profundo mientras colocaba las bolsas en el compartimiento posterior de la cabina.
—¿Sabéis usar una llave cruz, quitar y poner un caucho. Manipular un gato hidráulico, medirle el aceite al motor de un carro? —dijo sin volverse.
—No. Señor.
—¿Entonces qué sabéis hacer?
Luis titubeó unos segundos. No sabía qué responder.
El chofer cerró la puerta de la gandola y caminó de nuevo rumbo al restaurante. Luis lo siguió.
—Si no sabéis hacer nada, estáis frito. Te vais a morir de hambre aquí en Colombia. Debéis tener un oficio, como albañil, peluquero, jardinero…
—No sé nada de eso, señor.
—¿Entonces qué coño sabéis hacer? ¿Ni siquiera bailar, cantar? He visto muchachos de tu edad, cantando en los semáforos y en autobuses para ganarse la vida. ¿Y… vos nada? —dijo el chofer, deteniéndose.
—Bueno…Leo libros y me gusta contar historias.
—¿Libros, historias? Con esa vaina te morís de hambre. Vos si sois arrecho.
El hombre fornido soltó una carcajada y cambió de parecer.
—Al menos me habéis hecho reír. Hagamos una vaina. Esperame aquí.
El gandolero identificó la procedencia de Luis por su modo de hablar. Apretó sus pasos y regresó al restaurante. Diez minutos después salió y, desde una puerta de vidrio, le hizo una señal. El devorador de libros corrió y al poco rato, ambos salieron abrazando a sus pechos otras bolsas repletas de víveres.
—Mucho gusto. Me llamo Reimberto Caicedo Ferrer.
—¿Usted es maracucho, señor?
—A mucha honra. Nací en la calle La Mala Ley, de El Saladillo, en 1969, antes de que lo demoliera el gobierno del doctor Caldera. Me crié en el Callejón Palmira de La Pomona. Mi abuelo paterno era colombiano, de Zipaquirá. Me imagino que lo adivinaste por mi acento, ¿no?
—No señor. Por su nombre.
—Este nombrecito… mío. Un día se los reclamé a mis viejos. “Qué les costaba a ustedes ponerme Alberto”. Pero mi madre insistía que ese nombre era de un héroe de la familia. Venía del tatarabuelo de su abuelo, quien era de La Cañada. Tenía quince años cuando se alistó en la tropa que independizó Maracaibo el 28 de enero de 1821 al mando del general Rafael Urdaneta. Después peleó en Carabobo. Luego acompañó a Bolívar y Sucre en la campaña del sur, y terminó con un tiro de fusil en un hombro en la Batalla de Ayacucho. Por recomendación de su comandante, el general José María Córdoba, el Mariscal Sucre lo ascendió al grado de Capitán, con apenas dieciocho años.
—Era un héroe.
—Así decía, mamá. Ah. Pero vos no me habéis dicho tu nombre —recordó Reimberto, dando un giro brusco al tema.
—Disculpe. Me llamo Luis Franco y soy de Ciudad Ojeda.
—¡Estáis cerquita!
Ambos coterráneo, siguieron conversando un rato antes de proseguir viaje.
—No te preocupéis por el incidente de Bucaramanga. Es un caso aislado. El pueblo colombiano ha sido muy generoso. Nada más, sacá la cuenta del cobijo que le ha dado a más de dos millones de compatriotas nuestros. Vos sois un caso especial. Si supieras un oficio de menestral, como dice mi padre, ya estuvieras trabajando en alguna parte. Tengo más de veinte años viviendo cerca de Zipaquirá, una región muy fría de Cundinamarca, y he ayudado como a treinta paisanos a encontrar trabajo. Y… volviendo al asunto de contar historia, de qué vais a hablarme. Acordate, el viaje es largo y aburrido.
—Le contaré la historia de Jean Valjean.
—¿Quién es ese?
—Es el héroe de la novela Los Miserables, del escritor francés Víctor Hugo. ¿Ha oído hablar de él?
—No. El único Víctor Hugo que he oído nombrar es el gaitero nativo de Machiques.
—No es ese. Víctor Hugo, el escritor, vivió en el siglo XIX en Francia.
—Bueno. Ya es hora de seguir a Cúcuta. Si la historia que me vais a contar es mala, te bajo del camión y tendréis que seguir a pie hasta Ciudad Ojeda.
—No se preocupe, señor Reimberto —dijo Luis al montarse.
Transcurrida dos horas de viaje, el camión de Reimberto Caicedo Ferrer se detuvo en un sitio solitario y permaneció allí hasta las primeras horas de la madrugada.
—Ya es tiempo de que entréis a trabajar. Recogé las bolsas y se la entregáis a cada viajero. Son nuestros compatriotas. Apurate. Quiero seguir oyendo la historia de…Jean…
Las luces altas del camión enfocaron la silueta de veinte personas extenuadas, de distinto género y edad, tendidos sobre mantas en el borde de la carretera.
—Acaban de cruzar el Páramo de Berlín y hay que reconfortarlos con comida y bebidas caliente. Llevate ese termo de café mollejúo y le servís a todos.
Luis bajó con las bolsas y el termo y las personas se levantaron en el acto.
—Buenas noches, compatriotas. Les traigo una bendición de parte del señor Reimberto Caicedo Ferrer.
Luis empezó a repartir las bolsas, seguido de un humeante pocillo de café. Todos temblaban y querían arrebatarle de la mano el termo.
—Calma. Hay para todos.
Mientras Luis continuaba su trabajo con los debilitados viajeros, Reimberto le revisaba el morral. “Quiero asegurarme de que no lleve oculto un cuchillo o un objeto contundente. Por si las mosca”. Pero en seguida se arrepintió de su osadía. Lo que descubrió en el morral fue un pan arrugado y duro. “Pobre muchacho”, murmuró.
A las diez de la mañana el colosal camión de Reimberto Caicedo Ferrer llegaba al centro de Cúcuta y se estacionaba cerca de la plaza donde se yergue el monumento a la Victoria de Boyacá.
—Bueno, gracias a Dios y a la Chinita llegamos. Qué molleja de historia la que me contaste. Ese Jean Valjean era un tipo arrecho, o berraco, como dicen aquí en Colombia.
Reimberto sacó de la guantera una libreta y un bolígrafo para que Luis anotara el título del libro y el nombre del autor.
—Haceme el favor y lo anotáis, porque esos nombres raros me joden la paciencia. Hoy como sea compro ese libro. Gracias por acompañarme, muchacho. Aquí tenéis, veinte mil pesos y una bolsa pá que desayunéis. Buena suerte.
Se despidieron con un apretón de manos. La gandola avanzó, y en el borde posterior de la plataforma asomó a continuación la placa amarilla que certificaba su origen: “Medellín”.
Luis se sentó en una banca de la plaza a desayunar. Después contempló admirado un monumento en lo más alto de un pedestal erigido para conmemorar La Victoria de Boyacá. Era una mujer, o una deidad, que levantaba con la mano izquierda una ofrenda de laurel y, con la derecha, empuñaba una espada. En otra banca observó el cuerpo de un periódico. Fue hasta él para ojearlo. Era la sección de deportes del diario La Opinión. Leyó la fecha: “Domingo, 5 de mayo de 2019”. No supo si era del día o ediciones pasadas. Lo que tenía claro, según esa fecha, era que estuvo más de dos meses fuera de Ciudad Ojeda tras una meta perdida. Hasta ese momento no sabía por qué había emprendido esa aventura que solo le dejó un sueño bonito y unos talones desgastados. Ninguno de los veintinueve viajeros que lo acompañaron desde Los Patios a cruzar el Páramo de Berlín se habían despedido de él. Se esfumaron como Mirta. ¿Eran de carne y hueso o fruto de su imaginación? ¿Una mamadera de gallo de su inconsciente? Cavilando de esa manera recorrió quince kilómetros hasta cruzar de nuevo el río Táchira y llegar a San Antonio, Venezuela.
Luis llegó a las cuatro de la tarde a la alcabala de la Guardia Nacional Bolivariana, en San Antonio del Táchira, después de almorzar en un puesto de comida rápida. Luego de un reposo de una hora, embarcó en una buseta hacia Colón, como la primera vez. En esta ocasión tuvo que pagar los últimos diez mil pesos colombianos que le quedaban. El cansancio acumulado de varios días de viaje se activó al sentarse, y cayó en un inevitable sueño.
Despertó cuando la buseta dejó de ventear aire fresco por la ventanilla. Sintió calor. Mucho bullicio y olor de monóxido de carbono. Acababa de llegar a la otra alcabala del cuerpo castrense en Colón Había cuatro funcionarios haciendo control de rutina, tras ellos se observaba una larga hilera de camiones ronroneantes. Luis avanzó silencioso esquivando a los conductores en dirección a los militares. Uno voltea y lo reconoce.
—Sargento, mire a quién tenemos aquí…
El sargento reaccionó en seguida al llamado.
—Sí es nuestro amigo, don Quijote de La Mancha —exclamó a modo de chanza—. ¿Qué pasó? ¿No te gustó Colombia?
—Fue un error. Nunca debí tirarme a esa aventura. Venezuela es el mejor país del mundo.
—Se lo advertí, coñito. No es fácil la vida del inmigrante. A cada rato tengo que recibir a muchos compatriotas defraudados, que un día tomaron como usted la decisión de abandonar el país. Bienvenido, adelante. Para empezar, necesita un fuerte baño —dijo el funcionario después de analizar con un vistazo el semblante deslucido de Luis.
Luis se bañó en las áreas verdes del comando y al anochecer recibió del cocinero dos raciones de comida. Esa noche no tuvo aliento para hablar de las hazañas del héroe manchego. Durmió sobre una banca de concreto cubierto por un mantel de hule que facilitó el gentil cocinero.
A las diez de la mañana el sargento, de cuyo nombre Luis no recuerda, pero describe como un hombre bajito y de marcados rasgos andinos, le consiguió una cola en un camión que iba a cargar alimentos para pollo en la ciudad de Caracas:
—Acomódate atrás, en la plataforma, porque tengo prohibido montar pasajeros en la cabina. Te llevo hasta Agua Viva —dijo el conductor después de examinarlo con una mirada desdeñosa.
—Buen viaje, don Quijote —le dijo el sargento después de despedirlo con la venia militar.
—Gracias. Dios le pague, sargento.
Luis se tendió en la inmensa plataforma y trató de dormir. Pero no lo consiguió. La estructura de metal temblaba por el desplazamiento vertiginoso del vehículo. Al Cabo de dos horas, se levantó y pudo ver con admiración infinitas plantaciones de plátano. El paisaje que se abría paso durante un buen rato era plátano y cielo. En los bordes de la carretera había muchos buhoneros con puestos rebosantes de frutas que revelaban la fertilidad de esa tierra de Dios.
Eran las cinco de la tarde cuando bajó del camión después de pasar la alcabala de Agua Viva, localidad del estado Trujillo. Luis corrió hacia la cabina para darle las gracias al conductor, pero en lugar de este, se asomó por la ventana de copiloto el rostro gracioso de una chica. Era rubia y veinteañera, quien devolvió en el acto la cortesía con un tímido gesto de mano.
Luis sentía el cuerpo entumecido y pensó que los treinta y cinco kilómetros que separaban Agua Viva de Santa Isabel era el mejor ejercicio para despabilarlo. Pero la caída de la noche y severos dolores en ambas rodillas lo impidieron.
Cerca de las ocho, observó como a cien metros de la carretera la infalible silueta de una casona. Estaba abandonada e invadida de abundante maleza. No tenía puerta ni ventanas. De su interior se dejaba escuchar un tamborileo seco, como aleteos de muchos murciélagos. Pero no eran voladores nocturnos lo que provocaban aquellos inquietantes sonidos sino la brisa que soplaba con intensidad desde alguna parte y removía los trozos del desvencijado techo de zinc.
Luis estaba tan agotado que no tuvo aliento para analizar otros detalles de ese turbador escenario surrealista. Entró, limpió con un trozo de cartón el polvo acumulado sobre el piso, y se tendió de una vez. A pesar de que era grande su fatiga no concilió el sueño. Despertaba por los ruidos de vehículos que se desplazaban en ambos sentidos y por una corriente de aire que llegaba desde el fondo y arrastraba todo lo que había en el piso. Uno de esos objetos era una hoja de periódico. Se pegó de pronto y cubrió como un trapo su rostro soñoliento, causándole una gran turbación.
A la mañana se levantó. Caminó hasta el fondo de la casa y salió al patio por un boquete ovalado, donde debió erigirse en antaño una monumental puerta y por donde entró la inoportuna corriente de aire que disolvió su descanso. Deseaba encontrar una fuente de agua para asearse: tenía capas de polvo en la cara, en los codos, en el pelo. Pero en lugar de agua, halló una frondosa mata de mango que tenía el suelo tapizado de frutos. Se sentó en cuclillas y comenzó a comer mangos hasta repugnarlos. Esa precipitada y desmedida ingesta le provocó una fuerte somnolencia que lo obligó a reposar sobre el tallo del árbol hasta quedarse rendido. Durmió allí, recostado, lo que no pudo conseguir en la noche. Cuando despertó, el sol estaba sobre lo más alto del cielo. “Ya es hora de seguir”, se dijo. Llenó su morral de mangos para degustarlos por el camino. Por fortuna estaba vacío. Solo contenía un saco de hule y abundante residuos de pan. De las dos mudas de ropa que había reservado para el viaje, nada más quedaba la que llevaba encima: un pantalón deportivo azul, blanqueado por rutinarias lavadas, y un suéter verde, también desteñido, del que sobrevivía, para colmo, un sol benévolo y sonriente.
Cuando se disponía a salir, observó en el suelo un aviso escrito en letras blancas, ya casi indescifrable por la intemperie y el tiempo: “La Gloria”. Por primera vez algo le daba risa. Porque semejante nombre en medio de tanta desolación parecía una burla bien urdida. “Menos mal que la descubrí de noche, porque estoy seguro de que en el día jamás me hubiera atrevido a meterme allí. Era espantosa”.
Un sol meridiano, furibundo, que contrastaba con el que llevaba sonriente en el pecho lo castigaba cuando proseguíacamino de Santa Isabel. En la lejanía, sobre el lienzo de un cielo claro y esperanzador, identificó los contornos difuminados de unos cerros. “Creo que son los de Mene Grande”. Esa estampa le dio aliento. “Falta poco”, añadió sonriendo.
La carretera se internaba de pronto en un cerrado recodo que seguía llevando en la distancia el esplendor de follajes y de mangos maduros. De repente, de ese recoveco que destellaba aguas intermitentes, empezó a salir un compacto grupo de personas; veinte, treinta. Unos arrastraban maletas, otros llevaban bolsos o colchonetas plegadas sobre sus espaldas y niños jugando a los caballitos desde los cuellos de sus padres. Los niños iban alegres y degustaban también mangos dorados. Todos llevaban en sus rostros sofocados el semblante invencible de la fe y la esperanza redentora.
El destino parecía repetir la escena de sus veintinueve compañeros de viaje, pero esta vez con rostros diferentes. “No son ellos. Falta el viejo alto”, dijo después de parpadear. A medida que se acercaban los miró con detenimiento pero no quiso abordarlos; era una impertinencia, porque ya sabía para dónde iban. Cada vez que circulaba un vehículo pesado se recogían; bordeaban la carretera en fila india y después volvían a sus anchas. Así vio como se alejaban por la ruta soleada que minutos antes él había dejado atrás. “Que les vaya bien”, murmuró, suspirando profundo.
Sacó un mango de su morral, lo mordió con avidez y siguió andando por el sendero destellante a la espera de que un buen samaritano detuviese su vehículo para ponerlo cada vez más cerca de casa.
@manuelcho12