Marcelo Morán: García Márquez y La Guajira

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El pueblo wayuu siempre ha vivido en medio de dos fronteras (no físicas como las de Colombia y Venezuela) sino en otras, etéreas: el mundo de los sueños y de los muertos. Ambos planos constituyen otros parajes de la península Guajira y, el wayuu, habita en ellos con naturalidad como si se trataran de otras rancherías.

“En mi pensamiento, mi mayor metáfora es la Guajira», dijo García Márquez  una vez.

La península Guajira se encuentra en la parte más septentrional de Suramérica. Tiene una superficie superior a veinte mil kilómetros cuadrados. Desde el majestuoso Caribe  —que la baña de extremo a extremo—  sobresale como la cabeza de un gran dinosaurio. De ese inmenso espacio llano le corresponde a Venezuela una delgada franja, que pasa casi inadvertida sobre  el obeso mapa de Colombia. La Guajira deriva del nombre de sus primeros habitantes: los wayúu. Descendientes del grupo Arawac, establecido en la Amazonia y cuyos contrastes  dieron lugar a migraciones por diferentes parte de este continente. Una de ellas, entró por el sur de Venezuela y recaló a lo largo de varios siglos a esta tierra desértica y azotada por vientos alisios. Por esta condición de su geografía es una región poco poblada.

La sociedad wayúu es matrilineal y se divide en clanes que se denominan Eirrukú; inspirados en ancestros totémicos.                 

Uno de los rasgos más estudiado de la cosmovisión wayúu es la concepción de los sueños y la muerte. Los sueños o lapú son en la mayoría de las veces mensajes enviados por familiares difuntos (yolüjas) para alertar a algún miembro del clan sobre la llegada  de eventos indeseables.

En la creencia wayuu la gente muere dos veces. La primera cuando el alma se separa del cuerpo físico y se produce el entierro. Y la segunda, cuando se exhuman  los restos después de que el alma haya permanecido un mínimo de diez años en una especie de lugar iniciático llamado Jepirra, ubicado en los litorales de El Cabo de la Vela (Colombia). En ese período (según la tradición) el muerto puede deambular  silente por cualquier parte de la península sin causar  el mínimo terror en sus allegados, como la aparición del fantasma de Prudencio Aguilar  en Cien años de soledad. En ese pintoresco  pasaje, el autor  —aunque no lo revela— hace de Úrsula Iguarán una auténtica wayuu, pues esta no se asusta ante la presencia silenciosa del yolujá (espíritu), al contrario, adopta una postura compasiva y lo asiste con  una  pequeña ración de  agua que coloca en un rincón de la casa.

Después de cumplirse ese paso se produce el segundo velorio, que consiste en otra reunión familiar donde los huesos son colocados en un recipiente pequeño, pero de gran consistencia para mantenerlos libre de roedores y de los embates del tiempo. La familia invita a otros miembros o afines para ofrecer ese día, o los días que serán velados los restos, una gran comilona. Luego se vuelven a sepultar para que el alma emprenda el viaje cósmico, señalado por la Vía láctea.

En  un pasaje de la novela La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, ambientada en el desierto guajiro, la abuela ordena a su nieta llevar agua a las tumbas donde reposan los restos de su esposo e hijo, identificados como Amadises. Al mismo tiempo recuerda a Eréndira impedir la entrada de estos a la casa.

Según esta instrucción, los muertos tienen fisonomía humana y pueden desandar en las noches por cualquier parte de la casona como gente común, a diferencia de los de la cultura occidental, que levitan como Gasparin, el simpatíco fantasma del cine y la TV  o  sábanas blancas que vuelan y hacen correr de pánico a todo el mundo.

Tras el incendio de la mansión, la abuela (comportándose como una verdadera wayuu) recoge los huesos  de sus seres queridos y los lleva de un sitio a otro en un cajón, como  si fueran pertenencias domésticas. Así los conducirá —aunque no se relata en la historia— hasta el sitio donde nacieron para darles sepulturas en el cementerio ancestral.

En el plano real, Gerald Martin escritor británico y autor del libro Una vida, que narra la biografía de Gabriel García Márquez, destaca en un capítulo  otro pasaje que reafirma la enraizada costumbre wayuu en la familia del Premio Nobel colombiano: “La primera noche que pasó en la nueva casa, García Márquez recuerda tropezar con un saco que contenía los huesos de su abuela, el cual Luisa Santiaga había traído consigo para volverlos a enterrar en su nueva ciudad”. Con esta exposición se puede inferir, que el autor inglés, quedó tan marcado por la experiencia vivida tras los pasos de Gabo que pareció escribir otra obra de Realismo Mágico.

Pero ¿de dónde sacó Gabriel García Márquez semejante inventiva para plasmarla en algunas de sus obras? Respuesta: de las vivencias de su niñez en la vieja casona de Aracataca, al lado de sus abuelos maternos: los Márquez Iguarán. Estos eran nativos de La Guajira, hijos de españoles, pero eran tan wayuu como una pareja de hermanos que constituía la servidumbre y convirtieron la memorable casona  en un bastión de realidades inverosímiles. El niño Gabo, se conectó tanto con el mundo de estos interlocutores, casi sobrenaturales, que logró aprender la lengua de ellos y conocer parte de su  imaginario. El escritor confirma este hecho en su libro de memorias Vivir para contarla (2002). De modo que su paseo a través de ese interesante universo wayuu le permitió conseguir los ingredientes para sazonar futuras creaciones literarias como Cien años de soledad y la Cándida Eréndira, sin reventarse demasiado las neuronas.

Para corroborar esta afirmación de García Márquez: “Es muy difícil encontrar en mis novelas algo que no tenga un anclaje en la realidad”, traigo esta anécdota familiar.

En 2012  un suceso  conmocionó  al pueblo  de Villa del Rosario de Perijá. Mi primo David Polanco Báez fue arrollado por un vehículo en el kilómetro 22 de esa arteria vial. Su entierro, poco usual, puso patas arribas a esa apacible y laboriosa comunidad del estado Zulia.

Mi tío (homónimo del muerto) era un octogenario que presentaba un delicado cuadro de salud. Situación que le impedía viajar a La Guajira para los funerales de su hijo. Ante esa adversidad, su mujer, Rosamila Báez, nativa de Guarero,  como matrona wayuu, asume la dirección de la familia y resuelve  enterrar el cuerpo de su hijo en el patio de la casa, tal como hiciera la abuela de Eréndira en la obra referida. Dentro de diez años la matrona Rosamila, siguiendo la pauta de la tradición wayuu recogerá los restos de Davicito y los llevará al cementerio de Guarero para que reposen al lado de sus ancentros. 

Ese entierro —insólito para la comunidad de Villa del Rosario—  no solo hizo movilizar a  los curiosos sino a las autoridades que tenían representación en el municipio con el objeto de arrestar a la familia Polanco. La prensa se hizo presente a última hora, representada por el Diario La Verdad, de Maracaibo. Los periodista analizaron  en seguida la situación y comprobaron que a esa película le faltaba un cuadro, una secuencia que al mismo tiempo dejaba asomar un resquicio delator, obviado incluso por los probados sabuesos de la policía científica CICPC, también presentes en el operativo. Los reporteros, plantados sobre ese flanco abierto, llamaron, vía telefónica, al profesor universitario Arcadio Montiel, que para entonces era diputado a la Asamblea Nacional y la persona más calificada para dilucidar y calmar aquel hervidero de desconcierto.

El parlamentario explicó que esa actitud tomada por la familia Polanco era una reafirmación de su identidad establecida en la Constitución Nacional: (Capitulo VIII)  De los Derechos de los Pueblo Indígenas; desglosados a su vez en ocho  explicitos artículos, de los cuales, el 121 refiere: “Los pueblos indígenas tienen derecho a mantener y desarrollar su identidad etníca y cultural, cosmovisión, valores, espiritualidad y sus lugares sagrados y de culto (…)”.  

Entonces no debe causar extrañeza en Villa del Rosario la resolución tomada por la matrona nativa de Guarero. Todas las tierras que bordean el ámbito oriental de la Sierra de Perija como del lado colombiano fueron y, ahora en menor grado, patrimonio ancestral de los pueblos yukpa y barí. Y a comienzos del siglo XX, cuando llegaron las primeras oleadas de colonos se incorporó la comunidad wayuu,  para trabajar en las haciendas recién fundadas y formar hoy junto con los primeros una  reserva pluricultural.

La exposición presentada por el académico obligó a los presentes buscar un ejemplar de la Carta Magna. Cuando consiguieron el preciado texto, un voluntario con voz de pregonero  se ofreció declamar  —desde la plataforma de un camión— los ochos artículos que llenaron de tranquilidad a cientos de curiosos que se habían arremolinado frente a la granja de los Polanco para indagar sobre esta  tradición  universalizada en dos grandes novelas de Gabo, pero ignorada aún en algunas partes del estado Zulia; asiento mayoritario de la cultura wayuu.

Los funcionarios del gobierno después examinar la tumba y cerciorarse de que cumplía las mínimas condiciones de seguridad se retiraron satisfechos,  no tanto por la enseñanza que les pudo dejar la práctica de un pueblo milenario, sino porque ese día conocieron de manera fortuita un nuevo capítulo de la Constitución Nacional.

@marcelomoran