«Los pueblos que no hacen historia, sino que solo la sufren, tienen la tendencia a considerarse víctimas de los acontecimientos todopoderosos e inhumanos que no tienen sentido».
HannaArendt (1906-1975)
La historia es predecible siempre y reiteradamente aburrida y trágica en su núcleo central. La generación europea de intelectuales brillantes como el austriaco Stefan Zweig (1881-1942) y el húngaro SándorMárai (1900-1989) tienen en común la de ser cronistas de una época de oro que se derrumbó bajo el estrepito del nazismo en Alemania y del comunismo en la Europa del Este desde inicios de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) hasta la aún más sangrienta Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Del optimismo más encumbrado hasta el pesimismo más grotesco en cuestión de cincuenta años: el aniquilamiento de un mundo feliz, optimista y confiado en el progreso futuro. La Europa culta y civilizada heredera del legado de la Ilustración del siglo XVIII negando el triunfo de la razón y despedazándose toda.
Hay todo un paralelismo con la situación venezolana que sin haber vivido ninguna “guerra mundial” hoy tiene más de seis millones de exiliados huyendo de la barbarie chavista instalada en el país hace ya veinte años. La condición del transterrado no es fácil porque la adaptación a la nueva realidad como refugio y recomienzo de la vida es un camino de espinas. La lucha por el sustento diario a través de trabajos despreciables en la mayoría de los casos y la condición de estar sin papeles y con un status jurídico vulnerable conforman una larga capa de invisibilidad como extranjeros. La más reciente propuesta del Papa Francisco sobre el Derecho a No Emigrar contenida en “Fratellitutti y los mundos felices” (2020) de concretarse algún día replantearía toda la genética de una humanidad tuerta y maltrecha empeñada en la deshumanización que imponen los mundos cerrados y la exclusión.
La película: “Stefan Zweig: Adiós a Europa” de María Schrader del año 2016 es todo un testimonio desgarrador cuando se instala en nuestra vidas la inteligibilidad del sinsentido. Algo que igual sucede con la muerte como etapa final “anti/natural” de una existencia que sabemos que desde el nacimiento ya está robada. Esa breve finitud termina siendo esperanza y castigo; ilusión perpetua dentro de realidades negadoras de un sentimiento superior de inmortalidad imposible.
Stefan Zweig, austriaco de lengua alemana, fue considerado un autor «no ario» por los nazis que arribaron al poder en 1933 e impusieron el Estado Totalitario perfecto. En 1936, tuvo que huir al exilio y esto le produjo el más grande desencanto. Zweig terminó recalando en Brasil luego de pasar por Francia, Inglaterra, Estados Unidos, República Dominicana, Venezuela y Argentina. En Petrópolis se quitaría la vida tomándose un veneno junto a su esposa. Las horas más oscuras terminaron consumiendo su existencia, y además, le abandonó algún tipo de fe como sustento único de una confianza sobrenatural que a la mayoría nos da fuerzas para enfrentar lo que no se puede comprender humanamente hablando.
La tragedia de Zweig no la pudo mitigar su más grande fama mundial como escritor popular de biografías y novelas históricas; ni los reconocimientos públicos y sociales y tampoco los medios de fortuna familiares que le permitieron un exilio relativamente cómodo y seguro.
«Comenzar todo de nuevo cuando uno ha cumplido 60 años requiere fuerzas inusuales, y mi propia fuerza se ha gastado al cabo de años de andanzas sin hogar. Prefiero, pues, poner fin a mi vida en el momento apropiado, erguido».
Stefan Zweig tomó el veneno en el año 1942 bajo la creencia de que el nazismo iba a prevalecer en el resto del mundo y prisionero de la tristeza. Otro tanto hizo SándorMárai en 1989 al quitarse la vida también de la mano de un pistoletazo en la cabeza cuando ya faltaban unos meses para la caída del Muro de Berlín. “Pónganse toda la armadura de Dios para que puedan hacer frente a las artimañas del diablo”. Efesios 6:11.
@lombardiboscan