Leila Guerriero: La máquina

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Han pasado muchas horas desde la muerte de Maradona. Este jueves y, hasta hace un rato, la gente continuaba haciendo largas filas para ver su féretro ubicado en la Casa Rosada, la residencia del Gobierno nacional, en Buenos Aires. Ahora hay disturbios, detenidos, y el velatorio se dio por terminado. Pero, en la mañana, miles de personas coreaban su nombre y lloraban, diciendo “Diego fue la única persona que me hizo feliz”. Vi, entre tanta cosa, una pancarta con una frase, atribuida al escritor argentino Roberto Fontanarrosa y utilizada en estas horas muy profusamente: “No importa lo que hiciste con tu vida, sino lo que hiciste con la nuestra”. Pensé: “Qué barbaridad”.

La mañana del día en que Maradona murió ―miércoles 25 de noviembre, por infarto y mientras dormía― yo me quedé tuerta: desperté con un ojo cerrado. Fui a la clínica. Tenía una glándula del párpado inflamada y me recetaron un antibiótico local, una sustancia viscosa que me deja ciega. Volví a casa, me puse a trabajar. Pocos minutos después recibí un mensaje en el teléfono en el que me anunciaban su muerte. Con los ojos nublados por el antibiótico, creí haber leído mal. El mensaje, además, era confuso, ambiguo. Respondí corto: “¿Maradona?”. “Sí, el 10. Chequealo”, me dijeron. Revisé diarios, varias cuentas de Twitter: nada. En un mundo fulminado por noticias falsas, pensé que esta era una más. Ya lo habían matado durante el Mundial de Rusia, en 2018, cuando después del partido de Argentina contra Nigeria se había descompensado y llegaron a las redacciones audios de WhatsApp en los que un hombre le daba a entender a otro que Diego había muerto. El audio era falso, pero recorrió el planeta en segundos gracias a las redes sociales, y los medios de comunicación se empapelaron con la noticia de su fallecimiento. Así que esperé.

Me detengo, ahora, en ese instante. En esos minutos en los que sentí tanto la urgencia de la confirmación como la esperanza de que no se confirmara. Era un miércoles sin nada en particular en una ciudad astillada por la crisis, en un país camino a ser una versión mejorada ―o sea, empeorada― de sí mismo: la mitad de nuestra población es pobre, las cifras más fatídicas de nuestra historia. Durante esa espera llegaron algunos correos. Ninguno de ellos aludía a Maradona. Tomé ese silencio como la confirmación de que no había pasado nada. “Si la noticia fuera cierta”, me dije, “no se estaría hablando de otra cosa”. Pero también me pregunté por qué sentía esa zozobra. Por qué temía que se confirmara la muerte de una persona a la que no había conocido, que se había dedicado a un deporte que solo me interesa durante los mundiales y cuando juega la selección de mi país (que es, por cierto, Argentina).

La muerte se confirmó minutos después. A partir de ese momento, aforismos: que si ahora dios le daba la mano a dios, que si el barrilete había levantado vuelo, que si te fuiste a patear la pelota al paraíso. Esas cosas. Yo pensé en el forense que iba a practicarle la autopsia: en cómo se abre el cuerpo de un hombre así.

La memoria dispara comentarios raros. De pronto, recordé dónde estaba al enterarme de que Maradona había sido expulsado de un Mundial. Tuve que buscar la información, porque ni idea: Estados Unidos, 1994. Yo estaba en el centro de Buenos Aires y vi, en un bar muy pequeño, gente amontonada frente a un televisor. En el videograph, la noticia: Maradona quedaba fuera del campeonato porque el control antidoping había resultado positivo. Recuerdo perfectamente lo que sentí: que se había perpetrado un sacrificio de sangre. Una condena. Todos lo decían: no había posibilidades de que jugara el siguiente Mundial. Era inhumano que le quitaran, sabiendo lo que hacían, su última vez. Poco después él dijo aquello de “Me cortaron las piernas”, una declaración sacrificial y dramática en la que veo, ahora, el principio de demasiadas cosas.

Maradona se retiró del fútbol en 1997. Siempre me pregunté cómo se sobrevive a la certeza de que el momento más glorioso de la vida ―el rugido de una multitud en un campo de césped, recibiendo a su bestia más excepcional― ya pasó. Uno, humano simple, mortal común, suele no saber si ese momento llegará alguna vez, o si ha quedado atrás. Y entonces, eso: cómo será saber que no habrá nada parecido. ¿Los nietos por venir, la compra de un Ferrari o de una casa nueva, algo de eso es comparable con haber estado en el Olimpo no una vez, sino mil? ¿De qué hay que estar hecho para soportar una existencia común cuando se ha probado existir entre los dioses?

Seguí su vida, después, como quien convive con un paisaje escabroso: más flaco, más gordo, menemista, delarruista, cristinista, guevarista, adicto, adicto recuperado, adicto otra vez, padre de hijos a los que no quería reconocer, padre de hijas a las que quería con locura, esposo, exesposo, expadre, exnovio, prepotente, divertido, pendenciero, contradictorio, machista, caprichoso, payaso, inteligente. Era alguien que había nacido en un barrio pobre, que se decía parte del pueblo, que fumaba habanos con Fidel, que estaba tapizado de relojes caros y se codeaba con los jeques más recalcitrantes de Dubái. Que llamaba “ladrones” a los dirigentes de la FIFA antes de que nadie se atreviera a hacerlo, que le decía “pibe” burlonamente a una travesti, y que disparaba con un rifle de aire comprimido a periodistas que montaban guardia ante su casa. No sé si era un compendio de la argentinidad, porque no sé qué es la argentinidad, ni conozco a nadie que quiera tener una vida como la suya excepto en la dimensión futbolística, pero esos dos goles a los ingleses que hizo en 1986 en el mundial de México, el primero con la mano y el segundo una pieza sinfónica que incluso una persona limitada como yo debe admirar de rodillas, se parecen bastante a una parábola de, quizás, lo que nos gustaría ser: tramposos redimidos, acometedores de trampas aviesas avaladas por genialidades de calibre inhumano. Yo no sé, la verdad, si alguna vez llegamos ―llegaremos― a eso, pero allí donde uno viajara ―Indonesia, Zimbabue, Alemania―, él era nuestro sinónimo: apenas uno se decía argentino, el interlocutor gritaba: “¡Maradona!”.

Maradona, antes de meter el segundo gol contra Inglaterra en el mundial de México 86.
Maradona, antes de meter el segundo gol contra Inglaterra en el mundial de México 86.
Estuve viva mientras Maradona estuvo vivo, y eso me impresiona y me parece un desperdicio: muchos de los que esperaban hoy frente a la Casa Rosada tenían diez o quince o veinte años, nunca lo habían visto jugar más que en YouTube, y no conocieron de él, en tiempo real, más que la versión balbuceante de los últimos tiempos. Yo fui su contemporánea y, me jura el hombre con quien vivo, lo cruzamos en la fila de Migraciones del aeropuerto de Ezeiza cuando volvíamos de Dubái: ni siquiera me acuerdo.

Pero ahí estaban esta mañana los herederos de la leyenda, y también sus padres, esperando para rendirle homenaje. Muchos decían que gracias a Diego habían tenido su única alegría. A lo mejor era una forma de decir, una frase hecha, pero me apenó pensar que la única alegría de alguien pudo haber sido la contemplación de la gloria de otro. Y supongo que también es un gran peso: ser la máquina reproductora de la alegría nacional.

Maradona murió solo en una casa alquilada, al final de un año en el que, por la pandemia, casi no se juega al fútbol. Pienso en esa frase de la pancarta ―”No importa lo que hiciste con tu vida, importa lo que hiciste con la nuestra”― y sigo creyendo que es una catástrofe. Que, más que decirle “No te juzgo”, esa frase dice “No importa tu vida, importa que hayas existido por mí, para mí, para darme alegría y esperanza. Todo lo demás ―las drogas, la obesidad, la depresión, los amigos perdidos, las rodillas hechas polvo, la artrosis, las traiciones― te lo dejo: todo tuyo”. A lo mejor no es una frase de agradecimiento sino lo contrario. A lo mejor es un mensaje de vampiros.

Leila Guerriero / El País de España