Marcelo Morán: Tres barberos inolvidables

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El barbero siempre ha tenido un protagonismo en la historia. En diferentes culturas de la antigüedad, como la egipcia, romana y griega, el barbero era un profesional respetado. En ese tiempo se tenía la creencia de que poseía el poder para eliminar del cuerpo las fuerzas negativas tras una pelada.
Este profesional de la navaja y las tijeras fue un elemento importante en la historia de la literatura. Maese Nicolás es uno de los personajes de el Quijote que desempeña un rol de autoridad cuando se une al cura para quemar los libros de caballería con los cuales el héroe había perdido la cordura.
En esta obra, el barbero es presentado como un hombre culto. En varios pasajes aparece discutiendo con el cura y Don quijote sobre libros de caballería, y es él mismo, quien da la alarma sobre el cambio en la conducta mental de su cliente. Como buen lector apreciaba los libros y así lo dejó zanjado en el instante en que el cura ordenara quemar la biblioteca, logrando salvar por su oportuna mediación doce títulos, entre los que destacaba La Galatea, del propio Miguel de Cervantes y el Amadis de Gaula, de quien dijo: “Es el mejor de todos los libro que de este género se han compuesto”.
En ese largo período medieval el barbero no se limitó a purificar almas con sus tijeras; aparecía también haciendo cirugías menores y extrayendo muelas. El celebrado escrito ruso Antón Chejov dedicó en uno de sus libros el cuento “En la barbería”, que narra la reacción de un joven barbero al enterarse de que su novia se casaría en instantes con otro. El barbero, afectado por la noticia, no puede seguir manipulando las tijeras y el cliente, se retira con la mitad de su cabellera rasurada rumbo a la boda.
La lírica también abrió un espacio para destacar la figura del barbero en la famosa ópera del compositor italiano Gioachino Rossini: “El Barbero de Sevilla”; estrenada en Roma en 1816. Esta obra cantada, cuenta que, el conde de Almaviva, enamorado de una huérfana llamada Rosina pretende arrebatársela a Bartolo; un viejo maestro que procuraba también casarse con la chica. Es allí cuando aparece el barbero llamado Fígaro, quien logra evadir a Bartolo con artificios y propicia la unión del conde con su amada.
No solo la lírica y la narrativa universal se ocuparon de resaltar la figura del barbero a lo largo del tiempo. El folclor zuliano a través de la gaita “El barbero”, del compositor empedraero Astolfo Romero lo exaltó en 1985 con el respaldo del grupo Gaiteros de Pillopo. El pegajoso tema que honraba a varios barberos de Maracaibo (en el occidente de Venezuela) en diferentes épocas fue galardonado como Gaita del Año, resaltando en primer término la trayectoria de Luis Guillermo Huerta Rubio, Luis el Perro; el único barbero en el planeta que tuvo la ocurrencia de pelar clientes con una hojilla, como refiere una de las estrofas de la gaita. Luis el Perro vivía en la calle Jugo con la Nueva Belloso del popular barrio El Empedrao.
Como vemos, cada época, cada cultura, guarda la historia de un barbero y en este sentido el pueblo de Las Parcelas de Mara, en el municipio Mara del estado Zulia, no fue diferente.
En el primer callejón –en sentido Oeste Este – de esta comunidad había una casa muy vieja con un largo corredor techado con tejas y bordeado con plantas ornaméntales. La puerta posterior era de madera y parecía más vieja aún que el resto de los elementos de la casa. Con todo lo añejo se respiraba allí un ambiente primaveral. En esa casa desvencijada vivía Ricardo Hernández, el primer barbero de Las Parcelas.
Ricardo Hernández llegó del estado Falcón en la oleada de migrantes que se estableció en Las Parcelas tras la apertura del Campo Mara por la transnacional petrolera Shell a finales de los cuarenta. Ricardo era moreno, de mediana estatura y de fuerte complexión. En cada frase siempre dejaba colar el inconfundible acento coriano. Los primeros rasgos de su conducta, demostraron que era un hombre de lucha y respetuoso.
En 1964 antes de empezar mi primaria ya mis hermanos menores, Pedro, Carlos y yo, éramos clientes regulares de Ricardo. Llegaba siempre temprano para disfrutar el café marca “Imperial”, el más popular del Zulia y preferido de mi mamá en ese momento. Ricardo traía en una envoltura de plástico sus utensilios de trabajo: una brocha pequeña de cerdas redondas, un peine de metal, tijeras, una afeitadora ajustable a la que podía colocársele una hojilla, y una máquina de cortar pelo, manual. Para ese año Las Parcelas aún no contaba con el servicio eléctrico. En esa rutina el barbero hizo amistad con mis padres y al poco tiempo mi mamá le bautizó la hija menor. Ricardo era silencioso cuando pelaba, solo se escuchaba el ruido de las tijeras. Pero cuando se encendía un radio él tarareaba una canción hasta donde le daba la memoria. Y cuando eso ocurría, la seguía de manera gutural.
De mi casa, el barbero continuaba su recorrido a pie, pues él no contaba con local propio para atender las demandas de los asiduos clientes. Durante los fines de semana Ricardo terminaba temprano para darse un refrescamiento con cerveza en la tienda “El último tiro”, del cordial Pancho Briceño. De allí salía encendido respaldado con un cuartito de ron que guardaba en uno de sus bolsillos traseros. Cuando alguien le gritaba para saludarlo, Ricardo sacaba la tijera o el peine de metal y respondía, apuntando como si empuñara una pistola o revolver, y continuaba sin contratiempo el rumbo a su casa en un inusual dialogo con interlocutores invisibles. Ricardo era además de barbero, maestro albañil. Participó en la mayoría de las construcciones o mejoras que los vecinos procuraron a sus casas en esa comunidad que aún no llegaba al centenar.
A mediados de 1970, Ricardo asombró al vecindario luego de estrenarse como consejero espiritual ambulante. Una de las consultadas fue mi madre, quien solía viajar los lunes a Maicao, Colombia, a comprar mercancía para la confección de mantas y chinchorros. Ricardo introducía un huevo en un vaso transparente. Al lado, plantaba una vela encendida y con una cuchara movía el huevo para configurar una suerte de bola de crista casera. Allí veía el pasado, presente y futuro. Ricardo cobraba cinco bolívares por la consulta. En ese período: 1972, 1974, el salario mínimo mensual en Venezuela oscilaba entre 532 y 620 bolívares.
–No se preocupe, comadre. Su mercancía no será decomisada en ninguna alcabala de la Guardia Nacional –le dijo Ricardo en aquella ocasión.
Esa vez, mi madre regresó de Maicao sin contratiempo, cumpliéndose el augurio de su compadre, vidente.
En 1975 Ricardo Hernández se mudó de manera sorpresiva a Santa Cruz de Mara (un conglomerado a veinte minutos de Las Parcelas, próximo a Maracaibo) y no regresó jamás. Nadie comprendió el motivo de su inesperada determinación, pues era un personaje muy estimado por la comunidad. Para esa fecha rondaba los cincuenta años y era todavía muy activo. Quizás Ricardo, un hombre práctico y luchador, descubrió a la luz de aquel presente incierto el futuro prometedor que reclamaba su familia en ese nuevo horizonte.
Cuando Ricardo se ausentaba en 1969 de nuestra casa, buscábamos otra opción en el sector La Curva (a dos kilómetros en el extremo oriental de Las Parcelas) adonde trabajaba un barbero llamado Guzmán Romero; un flaco veinteañero, jocoso y cordial. Guzmán estaba instalado en una cantina propiedad de un granjero llamado Luis Villalobos en la que se arremolinaba un cinturón de curiosos para oírle los chistes del día, que celebraban con copiosos brindis de cerveza. Guzmán disponía en su modesta barbería de una silla convencional que completaba con tacos de madera o un guacal, según la estatura del cliente. Tenía además, tijeras y máquinas de afeitar con hojillas para refilar los cortes, una brochita para eliminar los restos de pelos y un envase de plástico con talco. También usaba las máquinas eléctricas, ya que desde hacía tres años la comunidad empezó a disfrutar de ese servicio básico.
Guzmán fue un barbero exitoso. A finales de 1975 compró la casa y la tienda “Punto Fijo” de Don Salvador Briceño que atendía su hija menor, la simpática Nelly.
Guzmán no extrañó en ningún momento a sus viejos camaradas. Sus nuevos amigos le tributaron muchos gestos de cariño. Él también se dio cuenta en seguida que estos nuevos vecinos no solo desbordaban con afecto sino con desmesuradas ingesta de aguardiente, dejando incluso en pañales a los de La Curva, iniciando con ellos una larga fraternidad que se prolongó por espacio de treinta años. En ese nuevo establecimiento Guzmán continuó con su viejo oficio de barbero bajo frondosas matas de mango que se convirtieron en poco tiempo en una suerte de foro, donde se hablaba de política, cultura, beisbol, desengaños, y en la que concurrían mamadores de gallo, riferos, desempleados, apostadores de caballo y cándidos muchachos.
Cuando terminaba una sesión de corte, Guzmán habilitaba una mesa para jugar dominó hasta llegar la noche. Los jóvenes que aún no tenían oficios hacían colas para tomar parte. Uno de esos constantes jugadores era el párroco, el querido padre Alejandro, que tan pronto terminaba la misa se quitaba la sotana para desafiar al carismático barbero al compás de una caja de cerveza o una botella de ron. Después, en una reunión menos formal, el padre terminaba su actuación con una cátedra sobre Bolívar o Urdaneta..
El espíritu alegre y jovial que caracterizaba a Guzmán hacía presumir que llegaría cómodo a los cien años. Pero el destino le deparó otra suerte, y se marchó de este mundo aún cincuentón con el deber cumplido y el infinito cariño dispensado por sus vecinos.
Un poco al oeste de Las Parcelas funcionaba un pequeño centro comercial. Allí la carretera que viene de La Tigra, vía a El Mojan, forma una T con la trazada desde la población de La Sierrita. Por los años sesenta los negocios establecidos allí eran muy prósperos. Había una carnicería propiedad de Francisco Villalobos, al lado de esta, había una cantina con rocola de un comerciante apodado, el Diamante Negro, quizás en honor del pasodoble interpretado por Alfredo Sadel por los años cincuenta.
En la misma cuadra, un poco hacia el Sur estaba el “Abasto Delia” y la estación de gasolina de los hermanos Carlos y Salvador Lodato, venidos de Italia a finales de los cuarenta. Hacia el Norte se hallaba el Fuerte Mara (antiguo asiento de la Shell) y el cine y abasto de Agustín Villalobos. Al otro lado de la carretera se encontraba el negocio de don Jesús Rangel, que después pasaría a su hijo Adán. Ese establecimiento era amplio y se extendía hasta el borde de la carretera proveniente de La Tigra. En el último local funcionaba la barbería de Segundo González, el Guajiro. En diagonal quedaba la tasca de Américo, un inmigrante italiano muy apreciado en la zona.
Empecé a frecuentar la barbería de mi paisano en 1970. Los fines de semana solía acompañar a mi abuela en extendida visita a su hija Lucinda y otros familiares en el sector El Picante, y era obligado pasar por frente del local. En algunas ocasiones me quedaba para requerir el servicio de este barbero taciturno, de poco hablar. Solo se le escuchaba su voz cuando terminaba el servicio:
–Son, cinco bolívares, paisano.
En ese período una cerveza costaba en una cantina un real (0,50 céntimos) y la caja 15 bolívares. ¡Qué tiempos aquellos!
Segundo era bajito y barrigón. Tenía una ligera papada y de ambos lados de su nariz bajaban dos resaltantes arrugas, que hacían verlo siempre sonriente, pero estaba serio. Rondaba en esa época los cincuenta años. Era el único de los dos personajes referidos que usaba una auténtica silla de barbero. Esta tenía una base redonda de aluminio, que le permitía girar 360 grados y contaba además con soportes para los pies y ajustador hidráulico. Sobre una mesa contigua estaban los instrumentos: tijeras de diferentes tipos, navajas de acero inoxidable, brochas de variadas cerdas, crema de afeitar, talco y loción “Marazul” para refrescar el rostro y “Brilcrin”, para engomar pelo.
Al igual que el negocio donde se inició Guzmán, este local fue en antaño una cantina. Aún se conservaba un armado de metal, oxidado por el tiempo, donde se resguardaba una rocola. Al lado de esta había extrañas inscripciones en la pared, trazadas tal vez con la punta de un clavo, parecidas a petroglifos dejados por una cultura ancestral: “T: 55, Alma negra”, “T:24, Cariño malo”, “T: 47, Entrega total”. Es decir, eran los números para seleccionar las canciones con que se identificaba algún cliente despechado.
Después de muchos años he recordado de nuevo aquellos intrigantes códigos, y pienso que el primero se refería al tema popularizado por el colombiano Gabriel Raymon, el segundo al éxito de la chilena Ginette Acevedo, y el tercero a la interpretación de Javier Solís. En aquella época eran himnos de rocola.
En una ocasión entré de manera aparatosa en el negocio de Segundo para refugiarme de un aguacero. Al cabo de unos minutos observé que, del viejo y elevado techo de zinc, caían cinco chorros de agua de forma armoniosa. Uno de los clientes que estaba sentado y esperaba su turno me contó sonriente, que no eran simples goteras.
–Fue lo que dejó el revólver de Jesús Rangel para contener una feroz riña de guajiros borrachos –recalcó, señalando con una mano.
–Ahora… nadie quiere montarse en el techo para tapar los huecos, porque puede venirse abajo –dijo otro.
El barbero mientras tanto, permaneció ajeno a la conversación como si estuviera en otro lugar.
A finales de los setenta, un sábado en la tarde, me crucé con Segundo en la esquina de su negocio. Lo saludé con la efusividad de siempre, pero el viejo barbero de mi infancia no me vio ni me escuchó: iba borracho. Fue la última que lo vi.
En 2016 regresé a Las Parcelas y el establecimiento que en el pasado funcionó como cantina, barbería y después cauchera, no quedaba ni los cimientos. Era como si la furia de un río se lo hubiese llevado. Fue demolido y con él se perdió solo un segmento material. Porque las experiencias de una época, observada a través del comportamiento de estos singulares barberos, quedaron retratadas y, hoy, son memorias imborrables de un pueblo que apenas nada en la corriente de la juventud.