Soy un médico y no un militante partidista, por ello hago un llamado a que los bandos políticos de mi país lleguen a un acuerdo para enfrentar juntos esta pandemia.
La pandemia de COVID-19 es la gran crisis global de salud de este siglo. Las personas infectadas aumentan cada día exponencialmente. Y también el número de muertes. Los gobiernos, parece, no estaban preparados para esta emergencia: los países más ricos han actuado poniendo en cuarentena a ciudades y regiones enteras y dando más recursos a sus sistemas de salud. Y, aún así, no se ha logrado contener al virus.
¿Qué esperanza queda para países que ya estaban en crisis antes del coronavirus? Ese es el caso de mi país, Venezuela. Yo soy solo un médico intensivista sin militancia partidista, y creo que la emergencia que estamos por enfrentar demanda menos política y más solidaridad.
La situación de Venezuela es inusual. Desde hace casi una década, mi país vive una crisis política. El país lleva poco más de un año con dos presidentes: Nicolás Maduro —designado por el extinto líder socialista Hugo Chávez— y Juan Guaidó —líder de la Asamblea Nacional y reconocido como presidente encargado por más de medio centenar de naciones—. No es lo único que está bifurcado en Venezuela: toda la vida, incluso los aspectos más cotidianos, está polarizada entre chavistas y opositores. Son dos bandos que no admiten detractores o críticos y cuyos distintos intentos de negociación y diálogo han fracasado sin llegar a acuerdos.
Esa radicalización exacerbada podría amenazar la salud y vida de aproximadamente 26 millones de venezolanos que quedan luego de una diáspora migratoria de casi 6 millones de personas. Ante un hecho de fuerza mayor como la pandemia es necesario suspender la confrontación y actuar unidos de inmediato. No hacerlo podría comprometer la lucha contra el coronavirus en un país especialmente vulnerable pero también en el continente.
La situación al interior de Venezuela, donde el 80 por ciento de los hogares se encuentran en inseguridad alimentaria, rápidamente podría tornarse en un escenario desalentador: el sistema de salud del país está deteriorado y hay un alto porcentaje de la población que depende enteramente de la salud pública. Buscar maneras de darle recursos a los hospitales y a los trabajadores de la salud —quienes estaremos en la primera línea de batalla— para manejar esta crisis es un imperativo de vida o muerte.
Pero el nuestro también es un problema que trasciende las fronteras del país. Por su ubicación continental —un plexo entre el Caribe y Suramérica—, Venezuela posee gran importancia en la actual coyuntura sanitaria. Su extensa y porosa frontera con Brasil y Colombia y su conexión con el Caribe la convierten en un potencial punto de distribución de la pandemia, aun a pesar del relativo aislamiento en el que ya se encuentra. El manejo de la expansión del coronavirus en el territorio podría determinar su rumbo en el resto de la región.
Desafortunadamente, ni chavistas ni opositores dan muestras de acercamiento o diálogo con relación a este reto sanitario. Y debo ser portador de malas noticias: si no se unen y hacen un paréntesis a su confrontación para lidiar con todos los esfuerzos y recursos posibles esta crisis, tendremos en nuestras manos una catástrofe.
Si las proyecciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) para hacer frente a la situación se aplican a Venezuela, se necesitarían 1400 camas en las unidades de cuidados intensivos (UCI). En su lugar, contamos —sumando las públicas y privadas—, con menos de cien, mal dotadas y ya ocupadas por pacientes con otras patologías graves como traumas o infecciones, según ha informado recientemente la Asociación Venezolana de Clínicas Privadas. En nuestros hospitales hacen falta suministros básicos: el 53 por ciento de estos no cuentan con mascarillas.
No solo eso. La falta de diálogo entre bandos políticos podría dar pie a estrategias erráticas o contraproducentes, como pasó el 16 de marzo en la Guajira venezolana. Ese día vi cómo personal militar retuvo en el puente sobre el río Limón —que enlaza la población colombiana de Paraguachón con Maracaibo, la segunda mayor ciudad venezolana—, a cerca de 3000 venezolanos, que regresaban de Colombia (a donde habían ido a buscar alimentos), hacinadas y sin tapaboca con la pretensión de devolverlas a la frontera.
A medianoche, comenzaron a trasladarlos amontonados en grupos de hasta 200 individuos en autobuses cerrados, dejándolos finalmente abandonados a la intemperie al norte de Maracaibo.
Esta acción inexplicable se contrapone a las recomendaciones de la OMS. Un abordaje eficiente de la pandemia requería un operativo con personal sanitario, resguardado por personal militar subordinado, con los respectivos elementos de bioseguridad para el despistaje, higiene, logística, reseña y separación de la población con síntomas, trasladándola a lugares especiales para realizarle la prueba diagnóstica cumplir cuarentena supervisada cuando fueran probados positivos. Dada la probable presencia de contagiados al congregar a tantas personas juntas en las peores condiciones, probablemente se incrementó exponencialmente la transmisibilidad.
El gobierno debe evitar que se repitan incidentes como este y tomar en cuenta las recomendaciones esenciales para evitar la transmisión del virus. Pero toda la clase política —oficialistas y opositores— debe hacer una pausa a las rencillas para atender en conjunto planes de contingencia y asignación de recursos a nuestro arruinado sistema de salud.
El efecto nocivo de la polarización afecta también a nuestras posibilidades de obtener una muy necesaria ayuda internacional. El Fondo Monetario Internacional rechazó la solicitud de Maduro de prestarle al país 5000 millones de dólares para fortalecer la detección y los sistemas de respuesta.
Podría sonar ingenuo, pero la situación de Venezuela necesita algo de candidez en este momento: es hora de dejar a un lado la politización que impregna todas las áreas de nuestras vidas. Esta emergencia demanda unión.
El oficialismo liderado por Maduro y la oposición encabezada por Guaidó deben establecer las bases para hacer una tregua temporal y darle autoridad plena a un grupo de profesionales de salud que puedan diseñar y dirigir un plan de manejo de la crisis. Ese grupo debe funcionar como una comisión sanitaria única con posibilidades de tomar decisiones y ejecutarlas. Los militares no deben ser la máxima autoridad en una emergencia de salud, por lo que las fuerzas armadas deberían estar subordinadas (y apoyar en lo necesario) a este grupo de expertos de la salud.
Y, por último, Maduro y Guaidó podrían hacer juntos una solicitud urgente a los organismos multilaterales para pedir y coordinar asistencia humanitaria. Solo así podremos enfrentar la llegada de este virus inédito y letal.
The New York Times
Franz de Armas es doctor venezolano con treinta años de ejercicio profesional, especializado en medicina interna y en cuidados intensivos, y miembro de la Society of Critical Care Medicine y la European Society of Intensive Care Medicine.